Albert Walden
A gala por estas tierras se tiene ser ladino y “espabilao”, andar despierto y no
mirar atrás cuando uno corre con lo poco o mucho que haya apañao; como el ratón colorao que sabe más de lo que hay
que saber y “que se jodan los demás que
para lo que estamos nos lo hacemos muy
bien”; que como el señor Quevedo – el de las desgracias del ojo del culo –
hacía decir “quien no hurta en el mundo
no vive” (mas -¡cuidado! - tenga usted siempre presente lo mudable de
cualquier proverbio; dice el prudente) y otros que también me contaron que “no dormían bien agasajados si al vecino o
al compadre algo no le habían mangado”. Así el pillete y sus calañas, el
buscavidas y sus “secretarios”, el hidalgón de gotera, el bachiller sopista o el astroso piernas entontecido crearon
patria popular, así el costumbrismo de la miseria imitó a la histriónica
honorabilidad de eximias casas abolengadas en conquistas y reconquistas… o fue
al revés ¿?... en fin, lo mismo da; albardán o monarca, oficios ambos muy
propios para el mur “colorao”.
Sin términos medios, sin medias tintas, con
mansedumbre en la pechería todos fueron a una, a no tener que darse
explicaciones morales ni los unos de su santa golfería, ni de su vileza ennoblecida los otros, todos baldíos e
ineptos, y tal fue el secreto; no permitir que esa semejanza en la nulidad
fuera incomodada, “¡nuestros galeones
repletos siguen arribando a puerto!”.
De tal modo generación tras generación, miseria tras
miseria y perdón tras perdón, se pudo forjar el destino en lo universal y la
bolsa en lo particular.
Pero, ¿de quién se habla?
¿De una pelaje innato o de una índole enseñada?
¿La causa?, en godos o moros, en judíos o cristianos
“chi lo sa”.
Y los que sobrevivimos, ¿fue que lo aprendimos…, a
seguir el rastro de la ocasión?, “jaa,
ponme donde haya”.
Mas, sin lugar a dudas, fue del truhán la justicia del medrar entre
rapiñas, engaños, triles y demás dolos cual universitatis
y escuela; tercera también para
corregidores y molineras. Por eso
los nietos y biznietos de los nietos y más biznietos de los tataranietos, en la
heredad con agudeza siempre hemos reiterado la tradición castiza de la suprema
causa; que aquí, de largo siempre se ha respetado el aserto de don Francisco, “hurtar, hurtar hasta hartar”.
¡Curiales y magistrados! mirad que bien le sienta a
vuestro sayón apesebrado el uniforme
preceptuado, el chuzo de barrachel y su gorrilla de plato, con galones de
primera el paisano ejerce potestad y mandato, que ordena con sólo asomar su
ornato; es la otra pasión después de mangar; ¡mandar!, ser cumplido de la autoridad.
Bueno, aquí concluye esta pequeña parodia de la
pandereta que viene un poco al relance de lo que ya empieza a ser un disparate
doctorado, y más inaudito que las
propias sátiras que sobre la cuestión se puedan realizar.
En un interesante artículo de El País del 17-03-09
titulado “HIJOS DE LA PICARESCA” la periodista Rosa María Artal hizo una reflexión sobre el asunto, entre otras cosas
apuntó: “Una conciencia laxa ante la corrupción,
la creencia frente a la ciencia y un atraso educativo secular; tres pies para
una mesa que cojea por su erróneo diseño…
Sin duda somos hijos de la picaresca, un género literario asociado a las
letras españolas que nos ha impregnado el alma”.
Sí, insistentemente la pregunta se mantiene ante lo
que parece una adversidad normalizada, desventura en la que sólo cabe
resignación o invectivas aunque sea en forma de cínica graceja; en el fondo una
forma displicente y chispera de asco.
Sobre las causas de esa conformidad en la indignación
- una situación de anomalía que debería preocupar más allá de lo anecdótico o
de lo ideológico - se puede argumentar que refleja la singular condición de lo
que parece no tener voluntad de remedio, porque estrategias frente a los
desmanes propios e idiosincrásicos del poder las hay, es una constante
histórica que ocupa en todo lugar y en todo tiempo a juristas, teóricos,
legisladores, filósofos y demás expertos.
Tomando como ejemplo, desde la tan citada y solemne
separación de poderes en “El espíritu de las leyes” de Montesquieu, hasta
medidas resumidas en algo tan sencillo como la que proponía Sergio Fajardo
exalcalde de la ciudad colombiana de Medellín, cuando argumentaba que para
controlar los cuartos públicos es conveniente poner “más ojos y menos manos”; pasando por todo tipo de estudios
técnicos, normativas metodológicas o
códigos jurídicos que bregan con formas de corrupción tan dispares como el
tradicional nepotismo, el recurrente peculado-malversación, el marrullero
cohecho-colusión, el popular fraude fiscal y un largo etc., o las más
desarrolladas formas de presión y soborno de los especializados grupos de
cabildeo (lobbies), se puede comprobar que el tema no es algo excepcional.
Existe – como digo – una amplia tratadística para
aplicar antes de llegar a situaciones de descomposición como la que nos afecta
(casi dos procesados al día por corrupción en España; El País, 17 de marzo de 2017). Cuando la
especialidad vergonzosa que nos atañe radica en un apego cultural mayoritario,
en una referencialidad ejemplarizante
mamada en la mayoría de los ámbitos del aprendizaje como adiestramiento
para la pugna concurrente por el capital personal y no por el interés común, en
un país – por lo demás – con muy poquita historia de presencia de ese común en
el condominio del patrimonio público más allá de la entelequia patriótica y sus
derivados, hay que preguntarse por las peculiaridades que hacen posible tal
situación.
Evidentemente, la educación – como dice Rosa María
Artal - debería haber sido un buen
recurso para corregir los automatismos de emulación y encubrimiento de la
realidad coral que seduce con el objetivismo de codiciosos éxitos y obscenos pretextos. Tanto la educación en el
conocimiento, como la educación en el compromiso podrían generar siempre un
debate conductual en el individuo frente a su realidad social, condicionando a
esta –a la realidad social- a la decisión ética de la responsabilidad; asumida
siempre como voluntad personal de honestidad tanto en el acierto como en el
error.
En tales ucronías se podrían establecer como fondo de
comportamiento acuerdos tácitos de cooperación que influirían en las mayorías
de manera subconsciente, haciendo destacar la absoluta prioridad del interés
común en cualquier caso, a la vez que escarnecer y corregir actos de latrocinio
de manera mancillante y pública.
Mas, con resultar ser importante la educación, ha
existido y existe un condicionante muy de aquí que, o bien como mero agregado a
lo anterior -según unos - o como molde vernáculo, tiene la responsabilidad -
según mi opinión – de toda la desidia e inoperancia frente a los problemas,
taras y conflictos organizativos de una sociedad que se dice nación
desarrollada, me refiero a la complementariedad permanente entre el fondo espiritualizante
de lo religioso y el arrogante patriciado en que se suele resolver el mundo de
la política.
Una creencia religiosa (practicante o no)
estrictamente jerarquizada cuya teología se fundamenta en un teísmo obsesionado
con una especie de valimiento divino personal, que se enajena con las
convulsiones místicas de los transmundos y toda la fantasía del desapego, pero
que - farisaicamente - lleva siglos
acumulando riqueza materialista, atemperando con sus bulas absolutorias todo escrúpulo moral a la hora
de “meter mano”, utilizando su
predominio moral sobre la ignorancia y el desvalimiento para perpetuar ese
estado de degeneración política que, por lo demás, la falta de un patrimonio
ético necesario en cualquier convivencia reafirma; tal engendro, digo, no puede
ser la mejor guía para recomponer el desastroso legajo de componendas políticas
en las que esta nación se ha basado, más bien para intentar seguir perpetrando
las ya clásicas ofensas a la inteligencia.
¿El resultado?… un chacotero halago de los guiris hacia esos “castizos” que se siguen
acartonando bajo el sol ibérico como raza orgullosa;
¡allá ellos!, pero a mí que no me pidan que siga creyéndome lo de su
democracia.
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