“La inteligencia estratégica nace del corazón... Incomprensión,
negligencia e impaciencia: he ahí al enemigo”
(Amador Fernández-Savater)
1- Introducción: extender las plazas
Recientemente, en un viaje a Argentina,
un amigo de allá me preguntó, tras escuchar mi relato sobre las peripecias
políticas que van del 15M a Podemos, si en la sociedad española hay un impulso
al cambio que va tomando formas distintas o el deseo de volver a vivir en un capitalismo
“tranquilo”. Es decir, si hay elementos de una “mutación civilizatoria” o se
quiere volver a lo que había pero ya no hay (ni siquiera como expectativa), un
cambio sin cambio.
No supe bien qué contestar, más allá de
alguna banalidad (“un poco de todo”, “depende de para quien”), pero la pregunta
se me quedó retumbando dentro. ¿Cuál es el movimiento de fondo de lo que
estamos viviendo desde 2011? ¿Se trata de “ver caer” a los culpables de que las
cosas ya no son como eran y buscar quien nos devuelva a la “normalidad” o de
inventarnos otras maneras de vivir?
Siete años después de publicar ese
paradójico best-seller subversivo que fue La insurrección que viene,
el último libro del colectivo Comité Invisible (CI) titulado A nuestros
amigos arranca constatando que “las insurrecciones, finalmente, han
llegado”. Primavera árabe, 15M, Syntagma, Occupy, Gezi... Y a partir de ahí
hace una apuesta: en los movimientos de las plazas hay indicios de una
“mutación civilizatoria”, sí, pero sin lenguaje ni brújula propia, lastrados
por el peso de herencias ideológicas no elegidas y en medio de una gran
confusión.
A nuestros amigos es un
pequeño acontecimiento en el mundo editorial, no en el sentido de que sea un
éxito de ventas o de marketing, sino una anomalía en las maneras de escribir y
publicar. No es un libro de autor, otra marca personal en la red de los
nombres, sino que viene firmado por la denominación ficticia de una
constelación de colectivos y personas que sostienen que “la verdad no tiene
propietario”. No es un libro que surja simplemente de la lectura de muchos
otros libros, sino también de un conjunto de experiencias, de prácticas y de
luchas que consideran importante pensarse y contarse a sí mismas. No es un
libro que pretenda alimentar un ruido de temporada ni convencer a nadie de
nada, y por eso se dirige “a los amigos”, a los que de alguna manera ya caminan
juntos aún sin conocerse, proponiendo una serie de señales, como esas muescas
que dejan los senderistas para otros amantes de las caminatas, con la
diferencia de que este camino no existe con anterioridad, sino que se hace
(colectivamente) al andar.
El dato, el suelo del que parte el
libro, como hemos dicho, son las potencias y los impasses de los movimientos de
las plazas, no entendidos como una serie dispersa de erupciones inconexas, sino
como una secuencia
histórica de levantamientos entrelazados. Estos
movimientos irrumpen y alteran profundamente los contextos en los que se
desarrollan, hundiendo legitimidades que parecían sólidas como la roca y redescribiendo
la realidad, pero parecen finalmente chocar con un muro (la política macro) y
entrar en reflujo (Occupy, Gezi). Es ahí que aparece o puede aparecer la
“operación hegemónica”: aprovechando el
quiebre/desplazamiento
del sentido común generado por el clima de las plazas, se trata de
conquistar la opinión pública, los votos y el poder institucional, para forzar
los límites del capitalismo parlamentario desde dentro, mediante políticas
realmente socialdemócratas (Syriza en Grecia, Podemos en España).
¿Hay otras opciones? ¿Se puede imaginar
una prolongación no electoral o institucional de la potencia de las plazas (que
no suponga, claro está, una simple “vuelta atrás”, a los pequeños grupos de
convencidos, a los proyectos micro, a las luchas puntuales y locales)? Entre la
reposición del verticalismo político y la tentación de la nostalgia y el
resentimiento, ¿cómo seguir e ir más lejos? ¿Si no es hegemonía, entonces qué
política?
El CI propone su propia alternativa: reabrir
la cuestión revolucionaria. Es decir, replantear el problema de la
transformación radical (de raíz) de lo existente, clausurada por los desastres
del comunismo autoritario del siglo XX. El problema de la ruptura con el
capitalismo parlamentario como único marco posible y la emergencia de una nueva
idea/sentimiento de la vida. La revolución, “no tanto como objetivo, sino como
proceso”, es decir, no tanto como un horizonte abstracto o ideológico, un puro
“deber ser” sin anclaje en el deseo social y la realidad, sino como
“perspectiva”, como un punto de vista capaz de alcanzar muy lejos pero a partir
de donde se está, pie a tierra. Esa perspectiva revolucionaria sería, según el
CI, la del pasaje del “paradigma del gobierno” (que en Occidente lo regula
todo: el orden político, económico e íntimo) al “paradigma del habitar”, un
viraje a un tiempo físico y metafísico. Volveremos sobre ello.
Reabrir la cuestión revolucionaria, ¿una
propuesta excesiva, irreal, delirante, inoportuna, de minorías para
minorías...? Seguramente, sí. Pero a la vez, ¿qué desplazamiento político
significativo ha nacido como una opción mayoritaria, reflejo del sentido común?
¿No ha sido siempre por fuera del posibilismo donde se han abierto las
cuestiones decisivas? ¿Y no es cada vez un “puñado de locos” (esclavos,
obreros, negros, mujeres, homosexuales...) los que empiezan las mutaciones más
importantes? La política transformadora nunca ha consistido en un “cálculo de
mayorías”, sino en una nueva verdad que se dirige potencialmente a cualquiera.
“Nos hemos tomado el tiempo para
escribir, esperando que otros se tomen el tiempo para leer”, dice el CI. Me he
peleado con el libro varias semanas, porque para mí mucho de lo que se dice es
extraño, contra intuitivo o directamente choca de plano con lo que pienso. Pero
en este caso me parece que vale la pena chocar. Finalmente, me puse a
escribir como una manera de entender mejor, de reapropiarme del texto desde mis
experiencias y referencias. Es lo que puedes leer a continuación, una
presentación del libro que es al mismo tiempo mi interpretación, que mezcla sus
palabras y las mías, destacando cuatro de los puntos fuertes que podemos
encontrar entre sus páginas. Se trata de un texto largo, que requiere también
un poco de tiempo y atención.
2- Las verdades éticas
El cuerpo ardiendo de Mohamed Boauzizi
frente a la comisaría de Sidi Bouazid en Túnez,
las lágrimas de Wael Ghönim
en la entrevista televisiva tras ser liberado de la detención secreta por parte
de la policía egipcia, el desalojo nocturno de los 40 de Sol... Las escenas que
durante los últimos años han tenido fuerza para abrir situaciones políticas (primavera
árabe, 15M) no oponen saber a ignorancia. En ellas hay palabras y voces más que
discursos y explicaciones, hay personas comunes y anónimas que dicen 'basta',
hay cuerpos que ocupan con valentía el espacio haciendo lo que no deben, hay
gestos locos en el sentido de imprevistos e imposibles que desafían el estado
de cosas con la vida al descubierto, hay la pesada materialización policial de
un orden odioso... Son escenas que redefinen y desplazan para todos el umbral
entre lo que toleramos y lo que ya no toleramos más. Escenas que nos conmueven
y convocan al mostrar un corte, un choque, una lucha entre vidas dignas e
indignas de vivirse.
El CI afirma que si los movimientos de
las plazas han descolocado tantísimo a los “militantes de toda la vida” es por
esto: no parten de ideologías políticas, no parten de una explicación del
mundo, sino de verdades éticas. ¿En qué sentido, cómo se diferencia una
“verdad ética” de una verdad tal y como estamos acostumbrados a entenderla,
como adecuación del enunciado y la cosa?
Rebobinemos un poco: antes de bajar a
las plazas del 15M, ¿acaso no sabíamos (cada cual por su lado) lo que estaba
pasando, que la crisis es una estafa, que lo llaman democracia y no lo es, que
la política de los políticos está corrupta y subordinada a las exigencias de la
economía? ¡Hasta
lo decía
Iñaki Gabilondo en prime time, en términos no tan diferentes de
los que emplea hoy Pablo Iglesias! Secretos a voces. Y, sin embargo, la calle
se mantuvo muy silenciosa entre 2008 y 2011. Todos sabíamos, pero no pasaba
nada. La verdad, como simple enunciado objetivo, no posee por sí misma la
capacidad de sacudir la realidad. Un poder deslegitimado puede seguir operando,
porque no se sostiene fundamentalmente sobre nuestro acuerdo y consenso
(creencia o fe en sus explicaciones), sino sobre la sujeción de los cuerpos, la
anestesia de las sensibilidades, la gestión de la imaginación, la logística de
nuestras vidas, la neutralización de la acción.
Las verdades éticas, sin embargo, no
son descripciones del mundo, sino afirmaciones a partir de las cuales lo
habitamos y nos conducimos en él. No son verdades objetivas y exteriores, sino sensibles:
lo que sentimos ante algo más que lo que opinamos. No son verdades que tengamos
por separado, sino que nos vinculan a otros que perciben lo mismo. No son
enunciados que puedan dejarnos indiferentes, sino que nos comprometen, nos
afectan, nos requieren. No son verdades que iluminan, sino verdades que
queman.
¿Por qué serían tan importantes las
verdades éticas, desde un punto de vista transformador? Para el CI, la política
no opone un grupo a otro, un discurso a otro, sino
un mundo a otro. El
neoliberalismo no sólo es la imposición de ciertas políticas macro, sino también
“el hecho de que se admita en lo sucesivo como natural una relación con el
mundo basada en la idea según la cual
cada uno tiene su vida”. No
es
simplemente ideológico sino “existencial” y sus catástrofes están ya
implícitas en esa idea de la vida, materializada en los gestos más cotidianos.
Si el CI afirma que la potencia
política de las plazas reside en sus verdades éticas es porque estas nos
arrancan del individualismo (cada cual para sí) y nos vinculan por todas partes
a personas y a lugares, a maneras de hacer y pensar. De pronto ya no estamos
solos frente a un mundo hostil, sino entrelazados. Afectados en común por la
inmolación de un semejante, la demolición de un parque, el desahucio de un
vecino, el disgusto por la vida que se lleva, el deseo de otra cosa. Sentimos
que el destino de uno tiene que ver con el destino de los otros. La emoción
misma de la palabra que se compartía en las plazas tenía que ver con el hecho
de que se trataba de palabras imantadas por esas verdades que vehiculan otras
concepciones/sentimientos de la vida.
La política consiste, pues, en la
construcción, a partir de eso que sentimos como una verdad, de formas de vida
deseables, capaces de durar y sostenerse materialmente. Las verdades éticas dándose
un mundo.
3- Crítica de la democracia
Sin embargo, para el CI, la
reivindicación o exigencia de democracia (bajo ninguna de sus formas:
representativa, directa, digital, constituyente...) no tiene que ver con las
verdades éticas que emanan de las plazas. Más bien al contrario: el imaginario
y el horizonte de la democracia nos desvía fatalmente, conduciéndonos a un
campo minado. Es un punto de choque con el sentido común de los movimientos de
las plazas, resumido en la famosa consigna de “democracia real ya”. ¿Cómo se
explica esto?
La concepción clásica de la política
divide las cosas entre un sujeto (que gobierna) y un mundo (de objetos, de
personas, de procesos, etc.) a gobernar. Es el paradigma que rige el mundo
desastrosamente, al hacer de él un objeto de control. Pues bien, la democracia
forma parte de este paradigma, ya sea en su versión jerárquica (la democracia
representativa, según la cual “el pueblo no delibera si no es a través de sus
representantes”) o en su versión directa o asamblearia. Vamos a detenernos en
la crítica a esta última, menos conocida.
En el ágora democrática, los seres
racionales argumentan y contraargumentan para tomar una decisión (la ley), pero
la asamblea que los reúne sigue siendo un espacio separado de la vida y de los
mundos: se separa de hecho para mejor gobernarlos. Se gobierna
produciendo un vacío, un espacio vacío (el llamado “espacio público”), en el
que los ciudadanos deliberan libres de la presión de “la necesidad”: la
materialidad de la vida, aquello que designamos, desligándolo de lo político,
como lo “reproductivo”, lo “doméstico”, lo “económico”, la “supervivencia” o la
“vida cotidiana”, queda fuera, a la puerta de la asamblea.
La crítica del CI a la democracia
directa no es sólo una crítica teórica o abstracta, sino que se puede entender
mejor como una observación de los impasses y los bloqueos de las asambleas de
los movimientos recientes: la palabra que se distancia de la acción,
colocándose “antes”; las decisiones que no implican a quienes las toman; el
sofoco de la iniciativa libre y de los disensos; el fetichismo de los
procedimientos y los formalismos; las luchas de poder para condicionar las
decisiones; la centralización y burocratización, etc. Para el CI, nada de todo
ello es “accidental”, sino “estructural”. Tiene que ver con la separación
instituida por la asamblea entre las palabras y los actos, entre las palabras y
los mundos sensibles.
(Por supuesto, la “democracia digital”
no soluciona nada de esto, sino que más bien agrava algunos problemas: reino de
la opinión donde no se sabe quién habla, las decisiones no tienen
consecuencias, etc.)
La potencia de las plazas no estaba
para el CI en las asambleas generales, sino en los campamentos, es
decir, en la autoorganización de la vida común (infraestructuras, alimentación,
guarderías, enfermería, bibliotecas, etc.). A partir de las necesidades
inmediatas que iban surgiendo (no desde un plan, un “ante”), coordinando los
esfuerzos locales y situados (no desde un centro, ni siquiera democrático),
pensando mientras se hacía, lo que se hacía y desde lo que se hacía, en un
puñado de días se construyeron decenas de pequeñas ciudades en el corazón mismo
de las grandes. No a través de “la” asamblea como espacio soberano, sino de mil
prácticas distintas de autoorganización.
Los campamentos se organizaron según lo
que el CI llama el “paradigma del habitar”, que opone al del “gobierno”. En el
paradigma del habitar, no hay vacío u oposición entre sujeto y mundo, sino que
los mundos se pliegan sobre sí mismos para pensarse y darse formas. No se
decreta lo que debe ser, sino que se elabora lo que ya está siendo. No se
funciona a partir de una serie de metodologías, procedimientos y formalismos,
sino de una “disciplina de la atención” a lo que pasa (cómo pasa, por dónde
pasa...); las decisiones no se toman, ni por mayoría ni por consenso, sino que
más bien prenden, se decantan en la discusión; no son elecciones entre
opciones dadas, sino invenciones que surgen de la presión de un problema o una
situación concreta; y las aplican quienes las toman, comprobando en primera
persona lo que implican, confrontándolas con la realidad, haciendo de cada
decisión una experiencia.
La libertad, para el CI, no tiene que
ver con la “participación”, o con la elección y el control de los
representantes, sino con el despliegue de las iniciativas, con la construcción
de mundos habitables, con prácticas concretas. No tanto con “poder decidir”
como con “poder hacer”.
Finalmente, la democracia no sólo forma
parte del paradigma del gobierno, sino que lo hace además de manera insidiosa
porque pretende confundir a los gobernantes y a los gobernados. Un
grito como “no nos representan” abre ahí una brecha escandalosa, pero nunca
tarda en llegar un “verdadero demócrata” que nos asegura que con él, esta vez
sí, habrá “un gobierno de la gente”. Y los gobernados quedan así de nuevo
reabsorbidos en los gobernantes. Un poder relegitimado de ese modo, un poder
que dice emanar del “pueblo en acto” (por ejemplo de las plazas), un “gobierno
del 99%”, puede ser el más opresor de todos. ¿Quién podría cuestionarle? Sólo
el 1%. La parte se hace pasar por el todo y coloca al adversario en la posición
de monstruo, criminal, enemigo a abatir. Es en este sentido que el recuerdo del
15M será siempre un peligro (y un campo de disputa), en tanto que “marea
destituyente” y creación de mundos autoorganizados, sin rastro de “poder
constituyente” o “nueva institucionalidad”. Devenir y permanecer ingobernables
pasa, pues, por renunciar a legitimarse en un principio superior, por quedar
alegremente siempre al desnudo como el rey del cuento, asumiendo el carácter
siempre local y situado, arbitrario y contingente, de toda posición política.
4- El poder es logístico
Los tunecinos ocuparon la Kasbah, los
griegos plantaron sus tiendas de campaña frente al Parlamento en plaza
Syntagma, los portugueses intentaron entrar por la fuerza en la Asamblea de la
República, aquí rodeamos el Parlament catalán en junio de 2011 y el Congreso el
25S de 2012... Rodear, asaltar, ocupar los parlamentos: los lugares de poder
institucional han hechizado la atención y el deseo de los movimientos de las
plazas (y, tal vez por eso, los dispositivos electorales son la continuación
lógica).
Pero, ¿es seguro que ahí está el poder?
El CI tiene una idea muy distinta: el poder es logístico y reside en las
infraestructuras. No es de naturaleza representativa y personal, sino
arquitectónica e impersonal. No es un teatro, sino una estructura de acero, un
edificio de ladrillo, un canal, un algoritmo, un programa informático.
Según explica el brillante y
contradictorio autor italiano Curzio Malaparte en su libro clásico y maldito
Técnica del golpe de Estado, aquí mismo estaba el corazón de la discusión
entre Lenin y Trotsky la víspera de la revolución rusa. Para Lenin, se trataba
de suscitar y organizar un levantamiento general de las masas proletarias que
desembocase en el asalto al Palacio de Invierno. Para Trotsky, por el
contrario, la revolución no pasaba por combatir a pecho descubierto al gobierno
y a sus ametralladoras, ni por tomar palacios o ministerios, sino por adueñarse
de la organización técnica de la sociedad: centrales eléctricas,
ferrocarriles, teléfonos, telégrafos, puertos, gasómetros, acueductos, etc.
Para ello, no se necesitaban masas proletarias algunas, sino una tropa de
asalto de “mil técnicos”: obreros especializados, mecánicos, electricistas,
telegrafistas, radiotelegrafistas, etc. A las órdenes de un ingeniero-jefe de
la revolución: el mismo Trotsky.
Según la historia (¿o fábula?) de
Malaparte, los mil técnicos de Trotsky se ejercitaron durante meses en
“maniobras invisibles”: infiltrándose aquí y allá, lograron mapear y documentar
la distribución de los despachos, las instalaciones de luz eléctrica y de
teléfono, el plano de los edificios y de los servicios técnicos de la capital.
Llegado el momento, burlaron la vigilancia policial (más atenta a un posible
levantamiento popular que al deslizamiento de pequeños grupos) y tomaron todas
las infraestructuras del Estado. El asalto al Palacio de Invierno fue
espectacular y pasó a la historia, pero en realidad sólo fue la manera de
comunicar que el poder ya había cambiado de bando, haciendo caer a la
vista de todos una cáscara vacía.
Del mismo modo, el CI piensa que el
gobierno no reside en el gobierno, sino que está incorporado en los objetos
y las infraestructuras que organizan nuestra vida cotidiana (y de los que
dependemos completamente). Toda Constitución es papel mojado, la verdadera
Constitución es técnica, física, material. La escriben quienes diseñan,
construyen, controlan y gestionan la infraestructura técnica de la vida, las
condiciones materiales de existencia. Un poder silencioso, sin discurso, sin
explicaciones, sin representantes, sin tertulias en la tele (y al cual es del
todo inútil oponerle una contrahegemonía discursiva).
Ignorar al poder político, centrarse en
las infraestructuras: aquí terminan las resonancias con el singular Trotsky de
Malaparte. Porque para el CI no se trata de “adueñarse” de la organización
técnica de la sociedad, como si ésta fuese neutra o buena en sí misma y bastase
simplemente con ponerla al servicio de otros objetivos. Ese fue el error
catastrófico de la revolución rusa: distinguir los medios y los fines, pensar
por ejemplo que se podía liberar el trabajo a través de las mismas cadenas de
montaje capitalistas. No, los fines están inscritos en los medios, cada
herramienta y cada técnica configura y a la vez encarna cierta concepción de la
vida, implica un mundo sensible. No se trata de “apoderarse” de las técnicas
existentes, sino de subvertirlas, transformarlas, reapropiárselas, hackearlas.
El hacker es una figura clave en la
propuesta política del CI. O, más bien, el
espíritu hacker (en sentido
social, amplio, más allá de lo puramente digital) que consiste en preguntarse
(siempre mediante el hacer) cómo funciona esto, cómo se puede interferir en su
funcionamiento, cómo podría funcionar de otro modo y
se preocupa por
compartir los saberes. El espíritu hacker rompe la naturalización de las
“cajas negras” entre las que vivimos normalmente (infraestructuras opacas que
constriñen nuestras posibilidades y gestos más cotidianos), haciendo visible
los códigos de funcionamiento, encontrando fallos, inventando usos, etc. Todo
lo contrario
del
cuento sobre el tecnofetichismo.
Pero no se trata de sustituir a los
“mil técnicos” de Trotsky por “mil hackers”. Lo que se precisa más bien (a lo
que se parece un proceso revolucionario efectivo) es a un devenir-hacker
colectivo, de masas, sin ingeniero-jefe. Es decir, la puesta en común de
saberes que no son opiniones sobre el mundo, sino posibilidades muy concretas
de hacerlo y deshacerlo. Saberes que son poderes. Poder de construir y de
interrumpir, poder de crear y de sabotear. Un devenir-hacker colectivo son
miles de personas que bloquean en tal punto neurálgico un megaproyecto de
infraestructuras que amenaza con devastar un territorio y sus formas de vida.
Un devenir-hacker de masas son miles de personas que construyen pequeñas
ciudades en medio de las grandes, capaces de reproducir la vida entera durante
semanas.
Las “maniobras invisibles” donde se
preparan los procesos revolucionarios son todos aquellos espacios políticos
donde se comparten saberes, escuelas de conocimientos compartidos y de
contra-habilidades, lugares de cacharreo, puntos de cruce entre saberes
técnicos y formas de vida disidentes. ¡Menos mítines y más hacklabs!
5- Las comunas
La política clásica propaga el desierto
porque está separada de la vida: se hace en otro sitio, con otros códigos, en
otros tiempos, etc. Hace el vacío (abstracción de los mundos sensibles para
gobernar) y por tanto lo extiende. La revolución sería, por el contrario, un
proceso de repoblamiento del mundo: la vida aflorando, desplegándose y
autoorganizándose, en su pluralidad irreductible, por sí misma.
Como propuesta política, el CI llama
“comuna” a la forma en la que podría darse ese despliegue autoorganizado de la
vida. La palabra francesa “comuna” tiene al menos dos sentidos (además de la
evocación histórica,
bien importante): un tipo de relación social y un territorio.
La comuna es, por un lado, un tipo de
lazo. Frente a la idea del liberalismo existencial de que cada cual tiene su
vida, la comuna es el pacto, el juramento, el compromiso de afrontar juntos el
mundo.
Por otro lado, es un territorio. Son
lugares vivos donde se inscribe físicamente un cierto compartir, la
materialización de un deseo de vida común.
¿El CI propone entonces formar tribus,
bandas? No exactamente, porque la comuna es distinta a la comunidad, no vive
cerrada/aislada (en ese caso se apergamina y muere), sino siempre atenta a lo
que se le escapa y desborda, en una relación positiva con el afuera. Ni medios
para un fin, ni fines en sí mismas, las comunas siguen una lógica de la
expansividad y no del autocentramiento.
¿Están hablando de política local,
barrial? No exactamente, porque el territorio de la comuna no está dado
previamente, no preexiste, sino que es la propia comuna la que lo activa, crea
y dibuja, mientras que éste le ofrece a su vez refugio y abrigo. El territorio
de la comuna no tiene límites acotados, es una geografía móvil y variable, en
construcción permanente.
Un grupo de amigos puede ser una
comuna, una cooperativa puede ser una comuna, un colectivo político puede ser
una comuna, un barrio puede ser una comuna... Quizá hacer un contraste con la
política clásica sirva para entender mejor la propuesta del CI.
Si la concepción clásica nos hace
pensar que la política se hace en un lugar abstracto y separado de la vida, un
lugar “excepcional” que requiere un tipo de saber y disposición igualmente
“excepcional”, la comuna se construye ahí donde uno está, desde lo que hace la
vida relevante, desde las relaciones que hay, recombinando los saberes
existentes, desde donde cada cual tenga puesto el cuerpo, el deseo y la
atención. Se trata de politizar la vida, no de “movilizarse”.
Si la concepción clásica nos hace
pensar que la política se guía por un mapa previo (la izquierda contra la
derecha, el proletariado contra la burguesía), las comunas dibujan sus propios
mapas, deciden con quién cooperar y con quién chocar, situación por situación, punto
por punto, desde una lógica de la estrategia y no dialéctica, es decir,
partiendo de la amistad (el incremento de la potencia en el encuentro) y no de
la enemistad (la unificación por designación del enemigo común). Amigos y
enemigos igualmente concretos y situados, con los que tenemos “contacto”, de
los que tenemos “experiencia”, que aumentan u obstaculizan nuestra potencia, no
entes abstractos o ideológicos.
Si la concepción clásica nos hace
pensar que “organizarse” es afiliarse o participar en una estructura única, con
un mando centralizado, líneas de arriba-abajo, correas de transmisión,
formalismos homogéneos, las comunas más bien se componen, se conectan, se
comunican, se cruzan, cooperan y colisionan entre sí, sin articularse en una
fantasmática “unidad”, sino manteniendo siempre su autonomía y su pluralidad;
tan irreductiblemente plurales como lo son las formas de vida sobre la tierra.
El problema de la organización es, por
tanto, el problema de pensar cómo circula lo heterogéneo, no cómo se estructura
lo homogéneo. El desafío de inventar formas y dispositivos de traducción,
momentos y espacios de encuentro, lazos transversales, intercambiadores,
ocasiones de cooperación, etc.
Lo “universal” no se construye poniendo
entre paréntesis lo particular (situado, singular), sino por
profundización, por intensificación de lo particular mismo. En cada
situación está el mundo entero si nos damos tiempo para buscarlo. Sería difícil
por ejemplo pensar en una experiencia con mayor capacidad de interpelación y al
mismo tiempo tan inscrita profundamente en un territorio muy concreto como el
zapatismo. Como dice el poeta Miguel Torga, “lo universal es lo local sin los
muros”.
La “organización” más importante es,
finalmente, la vida cotidiana misma, en tanto que red de relaciones susceptible
de activarse políticamente aquí o allá. Cuanto más densa es la red, cuanta más
calidad tienen esas relaciones, mayor es la potencia política de una sociedad.
6- Final: elogio del tacto
También las revoluciones se han pensado
y llevado a cabo desde el paradigma del gobierno: un sujeto contrapuesto al
mundo (la vanguardia) que lo empuja en la buena dirección; el pensamiento como
ciencia y Saber con mayúsculas; la acción como aplicación de ese saber; la
realidad como materia informe que modelar; el proceso revolucionario como
“producto” o ajuste fino entre medios y fines, etc.
Forzar las cosas desde el exterior: las
revoluciones que se hacen desde ahí resultan un desastre y abrasan a los
revolucionarios en el voluntarismo. Ser militantes, en el paradigma del
gobierno, implica estar siempre enfadados con lo que pasa, porque no es lo que
debería pasar; siempre regañando a los demás, porque no se enteran de lo que
debieran; siempre frustrados, porque a lo que hay le falta esto o aquello;
siempre angustiados, porque lo real está permanentemente en la dirección
equivocada y hay que someterlo, dirigirlo, enderezarlo; implica no disfrutar,
no dejarse llevar nunca por la situación, no confiar en las fuerzas del mundo,
etc.
Habría otro camino. Aprender a habitar
plenamente, en lugar de gobernar, un proceso de cambio. Dejarse afectar por la
realidad, para poder afectarla a su vez. Darse tiempo para aprehender los
posibles que se abren en tal o cual momento. Es en este sentido que el CI
afirma que “el tacto es la virtud revolucionaria cardinal”. Si la revolución es
el incremento de los potenciales inscritos en las situaciones, el con-tacto
es a la vez lo que nos permite sentir por dónde está circulando la potencia y
el modo de acompañarla sin forzarla, con cuidado. Y de esa sensibilidad estamos
más necesitados que de mil cursos de formación en contenidos políticos.
“La inteligencia estratégica nace
del corazón... Incomprensión, negligencia e impaciencia: he ahí al enemigo”