El
resultado de las elecciones catalanas ha reabierto un debate
clásico en la izquierda política: la cuestión de la afinidad política e ideológica de
las clases populares. El hecho de que en los barrios obreros
catalanes haya sido primera fuerza Ciudadanos ha hecho disparar de nuevo todas
las alarmas. Pero no es la primera vez que sucede. En estas mismas páginas, y
también en sus libros, Esteban Hernández ha ido destacando partes de este proceso
desde hace años. La pregunta que tanto él como otros nos hacemos es la
siguiente: ¿cómo es posible que los estratos sociales más bajos, las clases
populares e incluso la clase obrera tradicional, esté optando por políticas de
derechas como solución a sus problemas?
Lo
primero que cabe advertir es que este no es un fenómeno que se circunscriba
solo a nuestro país. En el año 2016 el politólogo Luis Ramiro publicó un
estudio sobre la
izquierda radical europea en el que se ponía de relieve que no
existe una relación directa entre pertenecer a un estrato social desfavorecido
y votar a un partido radical de izquierdas. O, dicho claramente, que los
partidos de la izquierda radical europea dicen representar a las clases
populares pero estas no
se sienten representadas. Este estudio, y muchos otros, han
demostrado que el votante medio de la izquierda radical europea no tiene nada
que ver con el perfil del votante típico de los partidos de extrema derecha que
están ganando peso en Europa y Estados Unidos. Como hemos explorado en otro
lugar, el perfil de ese votante es el de una persona desempleada, poco
cualificada, muy expuesta a la competencia económica internacional y con
sentimientos nacionalistas que se realzan como una forma de protección ante esa situación
general de vulnerabilidad. El problema general, por lo tanto, es que la
izquierda no está siendo capaz de atraer a las personas más afectadas por la
crisis y por la globalización neoliberal, y ese lugar lo están ocupando los partidos de derechas
cuyos proyectos, además, tienen en muchos casos un espíritu reaccionario,
racista y antidemócrata.
El problema no está en cómo
representar a las clases populares sino en cómo ser parte de esas clases
populares.
La
tesis que defiendo aquí es que el problema no está en cómo representar a las
clases populares sino en cómo ser parte de esas clases populares. Durante
décadas la izquierda política europea se
ha ido desconectando de los estratos sociales más bajos con
discursos cada vez menos vinculados a sus problemas cotidianos al tiempo que ha
abandonado la construcción de redes sociales en barrios, vecindarios y centros
de trabajo. En lugar de eso la izquierda ha concentrado su actividad en la
participación en diferentes ciclos electorales y ha basado su crecimiento
electoral en los sectores ideologizados de las autoconsideradas clases medias. Mientras
eso sucedía, la globalización ha ido transformando las relaciones económicas y de clase en
los países desarrollados, empobreciendo a las clases populares y haciendo
descender de escalones a parte de la clase media. Este proceso está lejos de
acabar. Transitamos hacia una sociedad polarizada, de enormes desigualdades y
en la que la izquierda solo tendrá oportunidad de ganar la batalla a la derecha
si es capaz de volver a penetrar en los barrios populares a través de prácticas
que conecten con sus problemas cotidianos y materiales. Nuestro mundo se asemeja cada vez más
al del siglo XIX que al de la llamada época dorada del
capitalismo.
Cómo
hemos llegado hasta aquí
Cuando
Marx y Engels escribieron sobre la clase obrera en el siglo
XIX, esta sobrevivía en unas condiciones verdaderamente miserables. Además,
ambos fueron testigos de cómo los beneficios del crecimiento económico recaían
exclusivamente en unas pocas manos, la de los propietarios de las grandes industrias
y de los bancos. Y en su estudio del capitalismo llegaron a la conclusión de
que esa situación se mantendría o se radicalizaría hasta la revolución. Es más,
pensaban que la
proletarización de la mayor parte de la población sería inevitable:
tenderos, artistas, profesionales y otros trabajadores no industriales
acabarían convirtiéndose en proletarios pobres como consecuencia del propio
funcionamiento del sistema. Quedaría un puñado de capitalistas y una gran masa,
que sería mayoría, de empobrecidos
trabajadores asalariados.
La izquierda española vive en una burbuja (sus mejores
pensadores ya no lo niegan)
Sin
embargo, las predicciones de Marx
y Engels sobre la polarización parecieron desvanecerse a
finales del siglo XIX y, sobre todo, tras la II Guerra Mundial. Gracias a las
luchas obreras los trabajadores occidentales consiguieron hacerse copartícipes
de los beneficios del crecimiento económico. Incluso aunque ese crecimiento
derivara del saqueo y expolio de otros pueblos del mundo mediante la
colonización. Ya a comienzos del siglo XX surgieron las tesis de la
aristocracia obrera de Lenin y del imperialismo de los autores marxistas que trataban
de explicar por qué la
clase obrera se estaba "aburguesando" a costa del
sudor de los trabajadores de los países colonizados. Pero empezaba también a
nacer la llamada clase media, trabajadores que ya no vivían en condiciones de
subsistencia sino que aspiraban a ser propietarios de viviendas y de
automóviles y que disfrutaban de los servicios públicos arrancados a las clases
dominantes a través de las huelgas y la lucha política. El compromiso
keynesiano de posguerra consistió en institucionalizar el conflicto
capital-trabajo y en repartir los beneficios del crecimiento de la
productividad. Pero ahí estaba la paradoja: la victoria de la clase obrera
occidental en la conquista de sus derechos supuso también el cambio de agenda
de sus organizaciones políticas.
El
problema, como señaló Adam
Przeworski en su magnífico libro 'Capitalism and social
democracy', es que emergió un dilema político-electoral. Lo que sucedió
realmente es que creció la heterogeneidad entre los asalariados, de modo que
ahora cabía dirigirse exclusivamente a la clase trabajadora tradicional, que
era una minoría, o tratar de incorporar nuevos sectores sociales que no
necesariamente tenían los mismos intereses. La primera opción te condenaba a
perder las elecciones, y la segunda a desnaturalizarte. La solución natural de
la mayoría de los partidos europeos fue la de mantener cierta retórica
obrerista al tiempo que se adaptaba el discurso para llegar más allá de la
clase trabajadora tradicional. De ese modo, la gran atención de la izquierda
política se fue
desplazando progresivamente hacia los sectores que más crecían
y que además suponían el grueso de los votantes en los sistemas electorales: la
llamada clase media. De forma correspondiente, los discursos fueron cambiando y
la atención a las condiciones materiales de vida (salarios, pobreza, etc.) fue perdiendo peso en beneficio de las
condiciones inmateriales de vida (calidad de la democracia,
cuestiones de igualdad horizontal, etc.). No sorprendentemente también el
propio marxismo hizo en los años cincuenta y sesenta un giro cultural similar,
dejando a un lado la Economía Política –y la temática de la explotación– y
priorizando las cuestiones culturales y psicológicas –y la temática de la
alienación y la identidad–, como bien recuerda Perry Anderson en
Consideraciones sobre el marxismo occidental. Nunca dejaron de existir los
trabajadores manuales no cualificados, la categoría más próxima a la clase
obrera sobre la que teorizó Marx y que aún hoy representa el 25% de la fuerza laboral en España,
pero fueron dejándose de lado.
La desigualdad dentro de cada país se
ha disparado, especialmente si comparamos el enriquecimiento del 1% más rico
con el resto de la población
Qué está sucediendo en las clases populares
Paradójicamente,
desde los años ochenta nuestro
mundo se va pareciendo cada vez más al de Marx y al del siglo
XIX. La globalización neoliberal ha significado la liberalización del comercio
mundial, las deslocalizaciones de las grandes empresas productivas, la
privatización de las empresas públicas, la reducción de los sistemas fiscales
progresivos y, en suma, el progresivo desmantelamiento del Estado Social. Con
dos consecuencias esenciales, una de carácter nacional y otra de carácter
internacional.
La
primera es que la desigualdad dentro de cada país se ha disparado de nuevo,
especialmente si comparamos el enriquecimiento del 1 por ciento más rico de
cada país con el resto de la población. Como demostró Thomas Piketty en 'Capital in the twenty-first century',
justo antes de la crisis el porcentaje sobre el total de riqueza del 1 por
ciento más rico de Estados Unidos alcanzó los niveles de 1929. Esa
concentración de la riqueza había
disminuido radicalmente desde la II Guerra Mundial como
consecuencia de los mecanismos redistributivos del Estado, pero empezó a crecer
de nuevo a partir de los años ochenta. Hay que recordar que en la década de los
años cincuenta el tipo impositivo marginal máximo –el tipo más elevado que se
paga, lógicamente los ricos– era de hasta el 90% en Reino Unido o Estados
Unidos, mientras que actualmente ronda el 40% en esos países. De ahí que David Harvey y otros
autores hayan definido al neoliberalismo como la revuelta de las élites frente
a los mecanismos redistributivos del Estado Social. O, dicho de otra forma, los
ricos se cansaron de pagar los servicios públicos a los pobres y ya no tenían
miedo a la revolución, así que organizaron una verdadera contra-revolución para
acabar con las conquistas de la clase trabajadora.
La
segunda es que la
globalización está generando ganadores y perdedores también a
nivel mundial, como demuestran los datos del libro 'Global inequality' de
Branko Milanovic. Los ingresos reales de las clases populares de Europa y
Estados Unidos se han estancado o han caído en las últimas décadas mientras han
subido los ingresos reales de las clases medias urbanas de los países asiáticos
y sobre todo de los
superricos de todos los países del mundo. Dicho de otra forma,
la globalización ha aumentado la desigualdad dentro de cada país, entre los
poseedores de capital financiero y los trabajadores manuales, por ejemplo, pero
también ha provocado que a nivel mundial el salario de un trabajador asiático
se vaya pareciendo cada vez más al de un trabajador europeo medio. Esta es,
exactamente, una predicción típicamente marxista: el desarrollo del capitalismo
a nivel mundial igualaría las condiciones de vida de los trabajadores mientras
haría aún más ricos a los propietarios de capital de todo el mundo. Un mundo
dividido en clases y no en naciones.
No es que la clase obrera industrial
haya desaparecido, sino que se ha deslocalizado desde Europa hacia Asia
Ambas
consecuencias están interrelacionadas. Por ejemplo, no es que la clase obrera
industrial haya desaparecido, sino que se ha deslocalizado desde Europa hacia
Asia. La incorporación
de China e India al mercado mundial es la incorporación de más
de 1.100 millones de personas para competir con otras a lo largo de todo el
mundo. Esa nueva realidad opera como presión a la baja de los salarios en las
diferentes secciones productivas europeas en las que se están especializando
los países asiáticos. Por ejemplo, aquellos sectores expuestos a la competencia
internacional, por lo general los de menor valor añadido, tienden a tener salarios
más bajos. Y España, que está tecnológicamente atrasada, sufre especialmente
ese drama. De igual manera, la
globalización permite una mayor división del trabajo dentro de
cada empresa, con procesos de deslocalización parcial y subcontrataciones, lo
que lleva a que algunas empresas ofrezcan salarios muy altos y otras salarios
muy bajos. Todo ello aumenta aún más la desigualdad de ingresos entre las
clases populares, especialmente las no cualificadas, y las clases altas.
La
consecuencia más obvia de estas transformaciones es que las estructuras de
clase de los países occidentales, incluyendo España, están polarizándose. La
globalización neoliberal está produciendo una nueva división entre ganadores y perdedores
a nivel mundial y nacional que está quebrando al estrato intermedio de la
sociedad occidental, las llamadas clases medias. Hay quien ha hablado, entre
ellos Esteban Hernández, de "el fin de la clase media". Pero más bien lo que está
ocurriendo es que la clase media se está polarizando, con sus estratos sociales
más altos manteniendo su posición y con los estratos sociales más bajos
empeorando la suya. Los análisis del politólogo Pau Marí-Klose para España revelan que
durante la crisis en nuestro país la distancia entre la clase media-alta y la
clase media-baja ha aumentado.
Y
por lo general los estudios económicos demuestran que el elemento clave es la
cualificación formal y la estructura productiva. A mayor cualificación, más
posibilidades de caer en el club de ganadores, pues se accede a puestos de
trabajo más protegidos de la competencia internacional y que reparten más valor
añadido. El problema es que la estructura productiva opera como limitante, como
sucede con el caso español. Puedes tener a mucha gente muy cualificada pero que
no es absorbida por la ausencia de tejido industrial de alto valor añadido, lo
que lleva a la sobrecualificación.
A mayor cualificación, más
posibilidades de caer en el club de ganadores, pues se accede a puestos más
protegidos de la competencia internacional
Llama
la atención, por ejemplo, que otro estudio de Raúl Gómez, Laura Morales y Luis Ramiro
revelara que el tipo de votantes de los partidos anticapitalistas tradicionales
(como los partidos comunistas ortodoxos de Portugal o Grecia) y de los partidos
de nueva izquierda (como Izquierda Unida o el Bloco de Esquerda en Portugal)
apenas se diferencian en términos de edad, género, ubicación territorial o
conciencia de clase, pero que sí hubiera diferencia en que los votantes de la
nueva izquierda tienden a estar más cualificados que los votantes de los
partidos tradicionales. En el caso español, en un reciente estudio publicado en
2017, Luis Ramiro y Raúl Gómez encontraron que el tipo de votante de Podemos y de IU tenía el mismo
perfil, a saber, el de personas progresistas altamente
cualificadas. Este tipo de estudios sugiere que la izquierda radical española
está menos conectada aún a los perdedores de la globalización. Sus votantes no
son los que más sufren.
Por
lo tanto, lo que ocurre en
España, como en toda Europa, es que el viejo mundo del
compromiso de clase y de una clase media que sostiene el Estado Social está tocando
a su fin. Con ella, las ilusiones de amplios sectores sociales que se
autoconsideraban de clase media se desvanece. Milanovic, en su ya citado libro,
considera que en los años ochenta en España había un 34% de personas situadas
objetivamente en la clase media, y que en el año 2010 ese porcentaje era del
31%. Una dinámica
descendente que se estaría dando en todos los países,
especialmente aguda en Estados Unidos y Reino Unido. Por otra parte, la
socióloga Belén Barreiro ha tratado este tema en su libro 'La sociedad que
seremos' y desvela que el porcentaje de personas que se consideran
subjetivamente de clase media ha descendido desde el 63,4% de 2007 hasta el
52,3% del 2014, cifras aun significativamente altas.
Y
es cierto que las
políticas neoliberales han causado esto, pero también es cierto
que ha sucedido como respuesta a la propia lógica de un sistema capitalista que
por su propia naturaleza es global. El ascenso de políticas proteccionistas de
carácter nacionalista, como ocurre con la extrema derecha, hay que entenderlo
desde esta lógica de defensa frente a estas amenazas de empobrecimiento. En
otros casos la ilusión consiste precisamente en mantener la ilusión, esto es,
en prometer a los votantes que volverán los tiempos de antaño y que las llamadas
clases medias recuperarán su posición. Como si no existieran los 1.100 millones de nuevos trabajadores
chinos e indios o no existiera la coerción de la competencia a
nivel mundial. Como si quisiéramos ignorar, en definitiva, que lo que está en
juego es el lugar de Europa y sus ciudadanos en el sistema económico mundial.
La izquierda radical española está
menos conectada aún a los perdedores de la globalización. Sus votantes no son
los que más sufren
Cómo llegar a las clases populares
Lo
importante, a mi juicio, es tener presente que la clase social no es solo una
entidad objetiva que puede analizarse en los estudios económicos clasificando a
la sociedad a partir de distintos criterios. La clase social es también un constructo social,
una identidad, que se va construyendo en la práctica política. La clave es,
entonces, cómo se construye clase social o, dicho de otra forma, cómo se
consigue unir en un mismo proyecto político a la clase trabajadora que sufre la
crisis y la globalización.
Algunas
de las propuestas existentes son de carácter discursivo y consisten,
fundamentalmente, en adaptar los discursos a las nuevas realidades políticas.
Si las estructuras de clase han cambiado, parece evidente que los discursos políticos tienen que
adaptarse a esos cambios. Esto es tan obvio que parece
insultante tener que repetirlo. El problema es que esto por sí solo no vale. La
construcción de relatos o narrativas, es decir, de historias que intentan
atraer a una base social es insuficiente. Además, en comparación con los
recursos para contar historias de otros partidos de derechas, financiados por los ricos,
las posibilidades de éxito se reducen exponencialmente.
La clase social es también un
constructo social, una identidad, que se va construyendo en la práctica.
Otras
propuestas que se han dado son de ánimo organizativo, como las que sugieren la
creación de una cuota obrera que obligue a las organizaciones a tener
representantes de esos estratos sociales. Esta idea, recuperada hace poco por Nega y Arantxa Tirado
en su libro 'La clase obrera no va al paraíso', recuerda la extendida
prohibición que existió durante mucho tiempo entre los partidos socialistas
respecto a la aceptación
de militantes de extracción social burguesa. En todo caso, esta
idea sería totalmente innecesaria si las cosas se hicieran bien, es decir, si
la izquierda fuera de las clases populares y no solo se limitara a
representarla.
La
clave, a mi juicio, reside en la práctica material. Y este es un terreno desgraciadamente
inexplorado por la izquierda europea actual. Se trata de
aceptar que las subjetividades se crean sobre todo en la práctica, y que una
organización que reside y está presente en el territorio, o que directamente
está situada allá donde se da un conflicto político, es la que consigue convertirse
en el instrumento de las clases populares.
Esto
es algo que el
movimiento obrero del siglo XIX siempre tuvo presente. De
hecho, la función principal del SPD era formar a la clase más allá de las
instituciones, esto es, en la práctica cotidiana. Como recordaba Antoni Domenech en su
'El eclipse de la fraternidad' en esa red se incluían "grandes sindicatos;
cooperativas agrícolas; mutualidades; bolsas del trabajo; ligas campesinas;
secciones y círculos socialistas y anarquistas; asociaciones deportivas y
recreativas; círculos culturales; muchedumbre de periódico e imprentas; casas
del pueblo; ateneos obreros; bibliotecas y teatros culturales; universidades
populares; escuelas de formación de cuadros sindicales y políticos; cajas de
seguro de enfermedad; cooperativas de consumo…". Los grandes empresarios
alemanes tenían absolutamente claro que la fuerza del SPD provenía no tanto de sus votos
como de su presencia en la sociedad y de esas vastas redes
sociales. El SPD logró el 34% de los votos en 1912 precisamente como
consecuencia de esa fuerza. Algo que el fascismo italiano de Mussolini sabía
muy bien cuando mandó a los violentos grupos de las camisas negras a destruir
el tejido social que el comunismo italiano estaba construyendo en su país.
En
la actualidad, cuando nuestro país y toda Europa ha iniciado una tendencia hacia las condiciones laborales del siglo XIX,
conviene tener muy presente estas enseñanzas. Y recordar, sobre todo, que la
función esencial de una organización política es convertirse en una sociedad
alternativa, algo que se consigue siendo parte del tejido
social y no solo tratando de representarlo. Si somos inteligentes en la
izquierda europea, comprenderemos que la mejor manera de combatir a la extrema
derecha, de ganar las elecciones y de poner en marcha un nuevo proyecto de país
es precisamente a través del despliegue práctico y material de nuestra
organización en todos los espacios de socialización. Y quizás todo empiece por
preguntarnos si realmente nuestro objetivo es representar a las clases
populares o ser las clases populares.
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