AL COMIENZO
DE LA ESPERANZA
Víctor Atobas*
Nuestro reto, el más difícil, es
sonreír en estos tiempos caídos, cuando
la brisa de la mañana parece soplar con menos ímpetu. El
sistema trata de convencernos todos los días de que no hay alternativa al
mercado que todo lo devora, de que no se puede vivir de otra manera; la trampa
para conejos sería creer que somos víctimas atrapadas en cepos dentados. Pero
la condición de víctima conduce a la impotencia y, por tanto, debemos
rechazarla. Nosotros no somos pequeños mamíferos (conejos u ovejas), atrapados
sin remedio en cepos, ni tampoco cosas a poner a la venta tras un escaparate de
cristal. Hegel vio la rosa en la cruz. Y precisamente la dialéctica es
nuestro modo de pensamiento, y en este resulta obligada la referencia
literaria, pues las novelas y los cuentos nos ayudan a entender nuestros
síntomas, más allá de la rigidez conceptual. Tras buscar síntomas en la novela,
comentaremos acerca de las señales de esperanza en nuestro tiempo.
Podríamos mencionar a multitud de escritores que han
construido una literatura altamente sintomática, aunque elegiremos al más
ilustrativo a este respecto, el norteamericano David Foster Wallace,
cuya literatura narra el acontecimiento de la ansiedad y la desesperación en
una sociedad occidental como la nuestra. Los personajes de sus novelas y
cuentos han caído en la trampa del sistema, aceptando el imperativo de competir
y producir hasta morir, acumulando distinto tipo de capital – monetario,
sexual, cultural, mediático, etc.- que no les procura una verdadera
satisfacción sino que acaba por llevar sus afectos y emociones hasta la
saturación y el colapso, que en algunos relatos como La persona deprimida
o Las luces de neón son ilustrados mediante diálogos entre los
protagonistas y psiquiatras o psicólogos; estos últimos no recomiendan a sus
pacientes que dejen sus empleos que les dan ataques de pánico, sino que se
limitan a recetarles antidepresivos. Es decir, tratan de acallar la
desesperación. Por supuesto, no lo logran. Los personajes de Wallace proyectan
la nada hacia el futuro, cayendo en la trampa de que no hay alternativa. En
los cuentos que hemos mencionado aparecen sobre todo afectos saturados como la
envidia inherente a la competición, la avaricia o la adoración, que son las
emociones que les impiden a los protagonistas pensar en un futuro diferente.
Wallace cayó en la trampa del sistema y se suicidó. Él mismo fue incapaz de
pensar en un futuro en el que quisiera estar presente.
Otro de los acontecimientos de la literatura
contemporánea es el recuerdo. La España vacía, de Sergio del Molino,
narra cómo el trauma del éxodo rural se reflejó en una serie de mitos. Por una
parte, el mito de lo rural como terreno idílico donde pervivía la más grande
dignidad de lo humano, un campo de resistencia numantina frente a los infiernos
de las ciudades y su estilo de vida hostil, acelerado, casi esquizofrénico; y
por otra el mito del pueblo como un espacio alejado del progreso, dominado por
las arcaicas costumbres, caracterizado por la disciplina en el trabajo y el
control social. Sin embargo, como señalaba Sergio del Molino, ambos mitos no se
corresponden sino con distintas historias que se tuvieron que inventar las gentes
traumatizadas por el desarraigo y la marcha a la ciudad, para afrontar dicho
trauma. Sin embargo, lo que autor no comprende es que el recuerdo de las
personas que entrevistó, funciona precisamente como otra trampa en el sentido
de que los entrevistados mencionan sus recuerdos, pero haciendo especial
énfasis en que entonces se habían relacionado de una manera diferente con el
Otro y con las cosas, una manera que les había resultado más gratificante y
humana y que, según aseguraban, era imposible de realizar hoy en día. Es decir,
el recuerdo regresaba como cierre de las alternativas presentes. Todo lo que
podría pertenecer a un futuro diferente, era atribuido al pasado por parte de
los entrevistados; es decir, el deseo de relacionarse de otra forma entre nosotros,
se atribuía al pasado en vez de a la posibilidad de otro futuro.
Sin embargo, estamos al comienzo de la
esperanza, pues esta nunca deja de brotar, aún en los rincones más inesperados.
Porque todas las cosas humanas tienden a la esperanza, y esto deja huellas no
sólo en la narrativa. Porque lo que hay detrás de la
ansiedad de Wallace y el recuerdo trampeado de los emigrados a la ciudad, en el
caso de Sergio del Molino, no es sino la esperanza. Por eso la literatura de
nuestra época tiende hacia la utopía, a pesar de que ésta aparezca bajo su
aspecto negativo, en general como distopía o pesadilla posmoderna. La ansiedad
nihilista no es sino el reverso de la esperanza; pero donde esta última
proyecta un deseo de futuro, la ansiedad proyecta la nada. Mientras que el
recuerdo de los nuevos y forzosos urbanistas, como hemos comentado, es una
inversión absoluta de la esperanza en la que, todo lo que podría pertenecer a
un futuro diferente, es atribuido al pasado. De este modo, siguiendo a un
hegeliano como Bloch, podemos decir que las huellas utópicas que
encontramos en nuestro día a día, son tanto experiencias internas a cada uno de
nosotros, como cosas externas que tienden a la utopía.
El énfasis en el presente, propio de
nuestra época posmoderna, no es sino una figura de un anhelo no realizado. Pero
en todo hacerse real, queda siempre un resto de esperanza,
una suerte de suplemento que queda junto al contenido pero que no es en sí una
realidad empírica, ni presente ni pasada, sino la huella de un impulso tendente
al futuro. Ese resto de esperanza apunta a un deseo de relacionarse de otra
forma con el Otro, más allá de la trampa del capital que nos obliga a competir
todo el tiempo, y está relacionado con esas emociones o afectos de expectativa
que apuntan a que otro mundo es posible. Debemos huir de la trampa de que no
hay alternativa.
Pero hay otra trampa de la que no
hemos hablado; la representación, de la que trató de fugarse esa utopía que fue
el 15M. Las elecciones acaban llevando al no hay alternativa, pues la única
supuesta alternativa que se nos ofrece, llamada “la izquierda parlamentaria”,
no niega al sistema, sino que lo conserva objetivamente.
Siguiendo a Deleuze, que reinventa la dialéctica en términos
posmodernos, diremos que la única forma de que no nos roben la máquina de
guerra es fugarse de quien quiere apropiársela; el Estado, que es el único
axioma que necesita el capital para no destruirse a sí mismo, argumentaba el
filósofo francés en Mil mesetas.
Dicho en otros términos, al integrarse en la lógica estatal, los
dirigentes de Podemos rebajaron sus exigencias
- lo que recuerda al PCE de Santiago Carrillo- y creyeron poder
conservar los aspectos positivos del sistema político, y capitalista en
general, sin darse cuenta de que, como señalaba Zizek, la única
posibilidad de una política radical estriba precisamente en negar todo eso. Las
similitudes entre el PCE de la transición y Podemos hay que buscarlas, tal y
como suele hacer Zizek, en la relación que se establece ante la irrupción del
Acontecimiento; ante la ola de protestas sociales y la revolución
portuguesa del 74 planeando sobre España, el PCE se integró en el Estado y su
potencial como máquina de guerra fue destruido, mientras que Podemos,
ante el Acontecimiento del 15M, hizo algo parecido al reterritorializar la
línea de fuga mayista. La historia se repite dos veces, la primera como
tragedia, la segunda como farsa. Y en esas estamos hoy día, pero esto no ha de
llevarnos a la desesperanza.
Porque,
como decíamos, todo lo humano tiende a la esperanza. En el 15M era la esperanza
de no ser mercancías en manos de políticos y banqueros, la esperanza de que no
nos representaran unos Zapateros (renovado en Sánchez) y Carrillos (repetido
ahora en Iglesias) disfrazados con sus caretas nuevas de populistas. La
representación es una forma que sigue presa de una época pasada, la modernidad
y, con el paso del tiempo, si seguimos las ideas de Hegel y Marx, lo más seguro
es que el contenido acabe desarrollándose en una forma que no será totalmente
nueva, pues contendrá vestigios pasados, pero que sí posibilitará una manera
diferente de relacionarnos con las decisiones que afectan a nuestro futuro.
Porque no podemos caer en la trampa de que no hay
alternativa al capital y a sus representantes. Porque estamos soñando ahora
mismo… o quizás nos encontremos acordándonos de ese pasado, que en realidad
nunca existió, en el que nos relacionábamos de otra manera (una
no-competitiva), sin darnos cuenta de que ahora mismo podemos buscar las
señales de la esperanza, para construir espacios por donde fluir, escapándonos de la lógica de
la competición, del macho ibérico, el jefe, el profesor, el presentador de
televisión, la pantalla, el consumismo, el producir y competir hasta morir…
esas posibilidades son reales objetivamente, aquí y ahora. Un claro
ejemplo son las armas que brinda el feminismo. Incluso en alguien
como Ernesto Castro, un maestro supremo de la competición académica y
cultural, crítico con las utopías y los cuestionamientos del canon filosófico,
se encuentran señales de esperanza, en ese gusto tan generoso y asombrado por
lo estético, por ejemplo, en el que secretamente late la esperanza de una
sociedad sin clases, una sociedad en el que el empleo permita a las personas
autorrealizarse. Ese gusto utópico lo heredó de su padre Fernando Castro
Flórez, y no deja de resultar sumamente hermosa la forma en que la
esperanza puede así transmitirse de generación en generación.
Por eso,
más allá de tener esperanza en una trampa como el simulacro democrático, sería
mucho más interesante que buscáramos qué podría haber de positivo en los
síntomas de nuestra época. La experiencia cotidiana es también estética, y
constituye el terreno donde percibimos las cosas y los encuentros con el Otro,
como apuntando a un futuro en el que no estaremos ya enfrentados por la lógica
oposicional del capital, ya sea este monetario, sexual, o cultural, sino en el
que nos encontraremos reconociendo lo que tenemos en común y haciéndonos, al
mismo tiempo, diferentes.
En estos tiempos oscuros, nuestro reto
es sonreír.
*
Víctor Atobas es escritor. Entre otros libros, es autor de Autoridad y culpa
(Piedra Papel Libros, 2017), y El deseo y la ciudad. La revuelta de Gamonal
(Zoozobra, 2018).
Me ha encantado este texto. Mucha razón tienen tus líneas. No hay que caer en la trampa de que no hay alternativa. Tenemos que seguir luchando y no perder nunca la visión anticapitalista
ResponderEliminarYo también creo que has construido una interesante reflexión, amigo Víctor…ágilmente documentada e interiorizada, que me trae a la memoria al Brecht de “también se cantará en los tiempos oscuros”. No es fácil mantener la sonrisa en tiempos así…aunque el desarrollo del “músculo del HUMOR” ayuda bastante (¿recuerdas conversaciones sobre eso que desplegamos hace unos cinco años?).
ResponderEliminarY es que efectivamente el mito vuela sobre aquel verso de Manrique (cualquiera tiempo pasado fue mejor) con pretensión de edulcorar el presente. La Arcadia resurge siempre, con la añoranza de lo que sin existir más que en las construcciones poéticas, estimula –o debería- un futuro deseable de gentes libres.
Probablemente la finitud de la existencia humana hace más aplastantes los nubarrones y solo la Historia, las Artes y las Letras oxigenan barbarie y banalidad que amordazan el ciclo. Siempre nos quedará (ya no el Paris de Casablanca) sino el pensamiento y la acción que abren brechas en el túnel de la servidumbre.