Por Andrés Piqueras.
Profesor de Sociología y Antropología Social , Universitat Jaume I
El
Reino de España es una anomalía histórica. Es el único país-Estado europeo,
junto con Portugal, en el que el fascismo no fue derrotado (gracias a la
colaboración de casi todo el resto de Europa), y que por tanto no ha ajustado
cuentas con su pasado dictatorial. Es por eso que el partido que heredó ese
monopolio político, el PP (previo paso como AP), se niega sistemáticamente a
condenar el terrorismo de Estado que supuso el franquismo.
Por
eso el Estado español se sigue riendo de todas las indicaciones de la ONU para
ejercer la memoria histórica y la compensación de las víctimas de esa dictadura
y mantiene más de 100.000 desaparecidos en las cunetas y fosas de su suelo. Por
eso ni las principales familias franquistas ni la Iglesia que apoyó la
dictadura han devuelto tampoco jamás las propiedades que robaron a la población
republicana. Es un país-Estado que abortó cualquier proceso de reforma agraria
y tiene por eso mismo decenas de miles de personas mendigando asignaciones
institucionales para vivir.
“España”
ha sido una anomalía anacrónica aislada del mundo, que tuvo que engancharse en
condiciones de sumisión a la Europa que estaba gestando el Gran Capital en los
años 80. Se vio forzada, así, a desindustrializarse y convertirse en un país de
servicios turísticos: el parque temático de Europa. Eso explica porqué nuestra
economía tiene unas bases tan endebles y ante cualquier crisis cíclica
capitalista siempre sale la peor parada: estamos en el pódium de los ganadores
en tasas de desempleo, desigualdad social, pobreza infantil, fracaso escolar…
Pero por eso también crecemos más cuando la fiesta del capital
ficticio-especulativo está en auge, es decir, cuando proliferan las “burbujas”
financieras como pompas de jabón.
Al
calor de esos precedentes no nos podemos extrañar de que la corrupción sea un
proceso normalizado, estructural, de la economía-política española. ¿Por qué
habría de parecer raro que seamos el único país-Estado que tiene al frente del
Gobierno a un partido “investigado” como tal por corrupción y otros delitos
(siendo una de las organizaciones con el mayor número de presos de todo el
territorio europeo), y a pesar de ello y de la destrucción deliberada y
sistemática de pruebas, no se “investiga” a su presidente? En cualquier otro
país europeo ese partido no estaría facultado para poder estar al frente del
Gobierno. No podría presentarse a elecciones después de haber ganado al menos
varias de ellas “dopado” con financiación ilegal.
Tampoco
parece muy extraño que en un país como éste los miembros de las más importantes
instancias judiciales estén puestos por los partidos dominantes de la
oligarquía (los mismos que constituyeron el Bipartido del Régimen, para
turnarse sine die en el Gobierno). Y que por tanto el poder judicial en su
conjunto se transforme tan a menudo en un ariete de combate contra las luchas
sociales, en defensa de aquella misma oligarquía.
La
propia jefatura de Estado, la monarquía, también es parte de esa anomalía. No
olvidemos que en este país-Estado coexisten dos reyes, pues el más viejo exigió
no perder esa condición al abdicar y así no tener que responder ante la ley, y
el más joven no tiene la más mínima voluntad de llevar un Estado de naciones ni
la menor idea ni propensión a hacer algo por una sociedad descuartizada por el
capital. Su última intervención pública es propia de lo más rancio de la
burguesía que nunca superó el franquismo (es lo que tiene no haber sido
derrotada), incluso con claros tintes decimonónicos. Lo más patético que ha
expresado en Europa un jefe de Estado desde la Segunda Guerra Mundial. Un
verdadero rey-ultra, a quien nadie ha votado y que ha tirado por la borda
frente a las naciones de España cualquier posibilidad de legitimarse.
¿A
quién le puede extrañar que haya alguna sociedad-nacional que se quiera ir de
aquí? Como recordaba hace poco Pérez Royo, Cataluña, que está en el origen del
derecho a la autonomía en el Reino de España, es la única comunidad autónoma
cuyo Estatuto de Autonomía no ha sido aprobado por su Parlamento y ratificado
por sus ciudadanos. La única.
Claro
que es deseable que la sociedad catalana, como tantas otras, vaya más allá de
la vertiente nacional en cuanto al Derecho a Decidir. Pero al menos con su
accionar masivo y su rebeldía a ser ninguneada, nos ha ofrecido una oportunidad
de oro al resto de la población.
La
sociedad catalana, convirtiéndose poco a poco en pueblo, nos refuerza la
oportunidad de comenzar un proceso constituyente por la Democracia: para
extender el Derecho a Decidir a todos los ámbitos de la vida económica y
sociopolítica. Decidir para que nunca en adelante se entreguen miles de
millones de euros a la Banca haciéndolos pasar por un “préstamo”. Para que
nunca más las pérdidas de los ricos se las tengamos que pagar todos. Para que
ningún partido en el poder institucional pueda hacer contra-reformas laborales
y sociales en perjuicio de la población, sembrando el mercado laboral de
contratos-basura y dejando al menos a dos generaciones de jóvenes sin ningún
futuro; para que la evasión y el fraude fiscales del gran empresariado dejen de
ser tan masivos como impunes. Decidir si nuestra riqueza social tiene que pasar
o no a manos privadas, si los renglones estratégicos del país (energía,
trasportes, comunicaciones, recursos) tienen o no que ser vendidos a las
transnacionales de cualquier sitio por los mismos que se llaman “patriotas”.
Decidir si aceptamos a una persona como jefe de Estado por el único mérito de
ser Borbón y sin que se presente a elecciones.
Decidir
si queremos una televisión pública que se hace cada vez más un “remake” del
NO-DO. Todo ello sirva sólo como ejemplo.
En
las encrucijadas históricas es cuando todas las partes de un orden se retratan.
Frente a la luz cegadora ciertos cuerpos se hacen más traslúcidos. Los partidos
y sindicatos institucionales (PPSOE-CCOUGT), que vienen sosteniendo el Régimen
postfranquista desde los años 70, dejan claro que su función consiste en seguir
sosteniéndolo a toda costa. La fuerza “emergente” creada para desviar la
protesta social y lo instituyente hacia lo institucional, también, pero de otra
forma: con reformas que eviten la verdadera transformación de clase. Su
ambigüedad calculada, sus juegos de “significantes vacíos” y su hablar sin
decir nada (“ni de izquierdas ni de derechas”), pueden funcionar en tiempos de
normalidad social para pescar en todos los charcos. Pero en las encrucijadas
históricas, cuando no se puede evitar el posicionarse, terminan decantándose
por lo constituido, descartando sumarse a lo destituyente (como han demostrado
tristemente durante largos meses en el caso catalán) para dejar hasta más ver
lo constituyente.
Por
eso, antes de que la vieja o la nueva oligarquía política prepare(n) su
“revolución pasiva” (cambiar las cosas para que todo siga igual), hay que
actuar rápido en pos de un movimiento destituyente del Régimen postfranquista,
un Régimen hediondo de corrupción, usurpador de la riqueza colectiva,
descuartizador de las redes de salud, educación e investigación, destructor de
la negociación colectiva y arquetipo en cambio del pelotazo, el amiguismo, las
burbujas y especulación financiera que nos han traído hasta aquí. Tanto las
fuerzas “emergentes” como la vieja izquierda hoy empeñada en suicidarse, tienen
buenas y suficientes bases para tirar por ese camino, como bastantes de estas
últimas han empezado a hacer ya.
A
medio plazo, no veo que se pueda descartar un desplome del propio modo de
producción capitalista, porque este sistema se hace más rígido y totalitario,
lo que le lleva cada vez a ser más incapaz de cambiar para aliviar las
crecientes tensiones sociales (el discurso del Rey y la actitud del Bipartido
son una palmaria muestra de ello). Porque es anti-social en todas sus actuales
dinámicas y no tiene –porque los ha eliminado-, los “sensores” que en el
capitalismo industrial existían a través de las luchas de clases. Y eso porque
a través de la “institucionalización” (judicialización) y mercantilización de
las relaciones sociales y políticas puso fuera de servicio el sistema político,
la tan ensalzada o manida, según desde el lado que se mire, “democracia
liberal”, que permitió solventar en las formaciones sociales centrales parte de
las contradicciones propias al sistema de explotación capitalista.
La
“salida” nacionalista puede que no sea nada del otro mundo, pero supone la
grieta más fácil por la que se escapa el agua del pantano político-social en el
que estamos. Desaprovechar esa coyuntura en nombre de la “legalidad” o incluso
de la “pureza revolucionaria”, es de una ceguera política indigna de decirse de
izquierdas. La Historia pasará por encima de quien no esté a la altura de los
tiempos.
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