viernes, 9 de diciembre de 2016



SUCINTA CRÓNICA DE UN ESCEPTICISMO. Albert Walden

Como aclaración previa tengo que advertir lo que no pretendo (si es que pretendo algo) con la exposición de este artículo; creo que se tiene que entender tan solo como una manera personal de aprovechar este blog para publicitar una reflexión que – como digo - no aspira a ser participada de manera clara.

El escepticismo y concretamente su vinculación con la acción y el pensamiento político bien pudiera parecer que - en la mayoría de las ocasiones - viniera marcado  por un camino desde el desencanto, desde el escarmiento, desde la decepción reiterada a causa de la divergencia entre la  teorización del análisis y  su resultado práctico, pero como incluso sufriendo o disfrutando de importantes y continuados accesos de ese escepticismo, o si se quiere, de relativismo puedo seguir esgrimiendo la voluntad crítica, principalmente debido a que con ello descubro que en realidad el escepticismo conlleva implícito la necesidad de análisis y explicación (si ello no fuera así, podría tenerse como simple pasotismo), se me ocurre pensar que debo de considerar principalmente a la experiencia, al error o al conocimiento adquirido, como los pilares en que se fundamenta ese escepticismo político o  relativismo ideológico que me desasosiegan.
Toda esta breve argumentación me da pie para recordar una máxima o aforismo de procedencia latina – que como todas las máximas o aforismos, así sin más, basculan entre la verdad y la falsedad – atribuida a Petronio según unos y desatribuida a Petronio según otros, que reza así: “Populus  vult decipi, ergo decipiatur” lo que viene a decir que “el pueblo quiere ser engañado, luego engañémosle”.
Este aforismo que podría valer como eslogan para alguna asociación de magos o ilusionistas, aplicado a la “cosa pública” desvela una constante de acción que la práctica escéptica me hace tener bien presente a la hora de buscar explicaciones a una actitud que tomaría por instintiva, me refiero – cómo no – a la mentira, al engaño en todos los formatos y medios que en la práctica política  blasonan, cual señas de identidad, las estrategias históricas de todo ámbito, justificándose siempre por los imperativos pragmáticos  sobrevenidos, afianzándose en la perversión de que la ética política  tiene margen para ello, respaldándose en la vieja tradición de la “Realpolitik”; en fin, haciendo de tal cosa reprobable virtud del político “listo” y “avispado”.

No voy a reseñar en esta ocasión si unas ideologías, teorías políticas u organizaciones  hacen uso en mayor o menor medida de la mendacidad y sus subproductos demagógicos como forma de dominio de masas o colectivos, creo que a la hora de uniformar, adocenar bajo el patronazgo del liderato a estas fórmulas sociales es una absoluta necesidad su empleo. Una acción política tanto hacia fuera en sus objetivos, como hacia dentro en sus pugnas intestinas, requiere constantemente de una fuerte falta de escrúpulos éticos al respecto, de lo contrario  tiene uno asegurado rápidamente su final en política. 
 
Ciertamente sé que no estoy descubriendo nada nuevo bajo el sol, ni lo quiero justificar de manera alguna; si hago esta limitada reflexión es un poco por la actualidad de los últimos acontecimientos electorales que vuelven a exponer de manera brillante la pujanza de la mentira (mentiras electorales) en el discurso político.
De todos modos, tampoco tengo que obsesionarme con la mentira escueta, porque existe algo que es más contaminante y más dañino para la “cosa pública”, me refiero a la mentira salpicada de pequeñas verdades “hijuélicas” donde se da en residir la credibilidad de todo ese montaje  (como antes apunté, sus subproductos demagógicos) Pero bueno…, internarse en un análisis a fondo de todas las sutilezas del engaño, la mentira, la demagogia (recurrente demagogia) en política requerirían varios estudios y largos tratados debido a su amplitud, cosa a la que no estoy dispuesto como escéptico.
Lo siguiente que quiero decir es que mi escepticismo ante la acción política conocida o, si se quiere, “correcta” viene procurada en menor medida - quede claro - por esa necesidad del poder político de  tener que emplear de manera tan abrumadora algo tan primario (a pesar de su depurada elaboración y eficacia) como es la burda mentira. A la vez,  es cierto que con ser esto grave no lo es tanto como lo que hace declararme de una manera principal e irrevocable como – repito - escéptico, me refiero a la otra parte de la ecuación que el anterior aforismo ya sentenciaba, es decir, la parte pasiva que parece necesitar de manera compulsiva también de la mentira; “EL PUEBLO”.
Entelequia aristotélica o cosa irreal, así como autenticidad centripetadora de todas las estrategias y vocaciones de servicio público. De esta manera, demasiado resumida, el destinatario principal de la mentira  y el engaño acoge en su seno consensuado la absurdidez de cualquier imbecilidad que los generadores de opinión y monopolistas de la verdad decidan (contradicción) implementar (circunstancias).

La última hipocresía…, para partirse el culo, el concepto de – ¡atentos!– “postverdad”,  efecto postelectoral de la racionalidad democrática en la que se aclaran a posteriori las intenciones reales de los intereses de dominio.

Saludos.      


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