SUCINTA CRÓNICA DE UN ESCEPTICISMO. Albert Walden
Como aclaración previa tengo que
advertir lo que no pretendo (si es
que pretendo algo) con la exposición de este artículo; creo que se tiene que
entender tan solo como una manera personal de aprovechar este blog para
publicitar una reflexión que – como digo - no aspira a ser participada de
manera clara.
El escepticismo y concretamente
su vinculación con la acción y el pensamiento político bien pudiera parecer que
- en la mayoría de las ocasiones - viniera marcado por un camino desde el desencanto, desde el
escarmiento, desde la decepción reiterada a causa de la divergencia entre
la teorización del análisis y su resultado práctico, pero como incluso
sufriendo o disfrutando de importantes y continuados accesos de ese
escepticismo, o si se quiere, de relativismo puedo seguir esgrimiendo la
voluntad crítica, principalmente debido a que con ello descubro que en realidad
el escepticismo conlleva implícito la necesidad de análisis y explicación (si
ello no fuera así, podría tenerse como simple pasotismo), se me ocurre pensar
que debo de considerar principalmente a la experiencia, al error o al
conocimiento adquirido, como los pilares en que se fundamenta ese escepticismo
político o relativismo ideológico que me
desasosiegan.
Toda esta breve argumentación me
da pie para recordar una máxima o aforismo de procedencia latina – que como
todas las máximas o aforismos, así sin más, basculan entre la verdad y la
falsedad – atribuida a Petronio según unos y desatribuida a Petronio según
otros, que reza así: “Populus vult
decipi, ergo decipiatur” lo que viene a decir que “el pueblo quiere ser
engañado, luego engañémosle”.
Este aforismo que podría valer
como eslogan para alguna asociación de magos o ilusionistas, aplicado a la
“cosa pública” desvela una constante de acción que la práctica escéptica me
hace tener bien presente a la hora de buscar explicaciones a una actitud que
tomaría por instintiva, me refiero – cómo no – a la mentira, al engaño en todos
los formatos y medios que en la práctica política blasonan, cual señas de identidad, las
estrategias históricas de todo ámbito, justificándose siempre por los
imperativos pragmáticos sobrevenidos,
afianzándose en la perversión de que la ética política tiene margen para ello, respaldándose en la
vieja tradición de la “Realpolitik”; en fin, haciendo de tal cosa reprobable
virtud del político “listo” y “avispado”.
No voy a reseñar en esta ocasión
si unas ideologías, teorías políticas u organizaciones hacen uso en mayor o menor medida de la
mendacidad y sus subproductos demagógicos como forma de dominio de masas o
colectivos, creo que a la hora de uniformar, adocenar bajo el patronazgo del
liderato a estas fórmulas sociales es una absoluta necesidad su empleo. Una
acción política tanto hacia fuera en sus objetivos, como hacia dentro en sus
pugnas intestinas, requiere constantemente de una fuerte falta de escrúpulos
éticos al respecto, de lo contrario
tiene uno asegurado rápidamente su final en política.
Ciertamente sé que no estoy
descubriendo nada nuevo bajo el sol, ni lo quiero justificar de manera alguna;
si hago esta limitada reflexión es un poco por la actualidad de los últimos
acontecimientos electorales que vuelven a exponer de manera brillante la
pujanza de la mentira (mentiras electorales) en el discurso político.
De todos modos, tampoco tengo que
obsesionarme con la mentira escueta, porque existe algo que es más contaminante
y más dañino para la “cosa pública”, me refiero a la mentira salpicada de
pequeñas verdades “hijuélicas” donde se da en residir la credibilidad de todo
ese montaje (como antes apunté, sus
subproductos demagógicos) Pero bueno…, internarse en un análisis a fondo de
todas las sutilezas del engaño, la mentira, la demagogia (recurrente demagogia)
en política requerirían varios estudios y largos tratados debido a su amplitud,
cosa a la que no estoy dispuesto como escéptico.
Lo siguiente que quiero decir es
que mi escepticismo ante la acción política conocida o, si se quiere,
“correcta” viene procurada en menor medida - quede claro - por esa necesidad
del poder político de tener que emplear
de manera tan abrumadora algo tan primario (a pesar de su depurada elaboración
y eficacia) como es la burda mentira. A la vez,
es cierto que con ser esto grave no lo es tanto como lo que hace
declararme de una manera principal e irrevocable como – repito - escéptico, me
refiero a la otra parte de la ecuación que el anterior aforismo ya sentenciaba,
es decir, la parte pasiva que parece necesitar de manera compulsiva también de
la mentira; “EL PUEBLO”.
Entelequia aristotélica o cosa
irreal, así como autenticidad centripetadora de todas las estrategias y
vocaciones de servicio público. De esta manera, demasiado resumida, el
destinatario principal de la mentira y
el engaño acoge en su seno consensuado la absurdidez de cualquier imbecilidad
que los generadores de opinión y monopolistas de la verdad decidan
(contradicción) implementar (circunstancias).
La última hipocresía…, para
partirse el culo, el concepto de – ¡atentos!– “postverdad”, efecto postelectoral de la racionalidad
democrática en la que se aclaran a posteriori las intenciones reales de los
intereses de dominio.
Saludos.
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