(…)
¿Por qué es desconocida la sublevación de los estudiantes ácratas que estalló
en el Madrid del año 1967? ¿Quizá porque se adelantó al Mayo del 68 francés en
sus planteamientos teóricos e incluso, salvando las distancias, en sus travesuras
prácticas? Pudiera ser, pero más bien sostengo que la causa primera de su
ninguneo hay que buscarla en la censura que tirios y troyanos perpetran contra
todo lo que huela a anarquismo.
(…)
los dos trabajos que siguen (…) informan desde un punto de vista
marginado sobre unos hechos desconocidos que más de uno conceptuará como
irrelevantes pero que, para empezar, están en la raíz de la contemporaneidad —o
en las antípodas de la posmodernidad— y, para terminar, revolucionaron las
relaciones intelectuales aunque, justo es señalarlo, al elevado precio que
hubieron de pagar sus galanas y galanes, actrices y actores radicalmente
hedonistas sin la menor afición al sacrificio, pero que, con harta coherencia,
sentían aún menor apego por la alienada —hoy, tolerada— supervivencia
que les ofrecía la injusta sociedad de entonces. Que es, básicamente, la misma
sociedad de ahora.
Pequeña
historia de la llamada Acracia
Estas
veinte mil palabras fueron escritas en Madrid. El abajo firmante, por entonces
exiliado en Francia, había cruzado clandestinamente la frontera. Venía de
participar en el Mayo del 68, no como espectador sino como activista inmerso de
hoz y coz; es decir, peleando a diario tanto contra los CRS —antidisturbios—
como contra los intrigantes y matones del Partido Comunista, francés y/o
español. En París, habíamos comprobado que, en la revuelta callejera, los
españoles estábamos infinitamente más adiestrados que nuestros amigos
franceses, lo cual nos llevó a colegir que la democracia europea era muy frágil
puesto que, a las primeras de cambio, el Estado presidido por De Gaulle —un
general— recurría a una represión “a la franquista”’ que los españolitos
exiliados conocíamos demasiado bien.
Escondido
en sucesivas casas de amigos, el terror franquista y/o la prudencia me
aconsejaban no aparecer por los lugares frecuentados por los estudiantes
revoltosos —y por los confidentes—. Mis colegas ácratas estaban presos o
fugados por los rincones de España. Yo estaba en busca y captura. Sujeto a las
desagradables condiciones que impone la clandestinidad pero munido de un
buen archivo de los panfletos y documentos que había generado la Acracia
universitaria, ¿qué podía hacer sino escribir sobre lo que tenía fresco en la
memoria?
A
la hora de redactar, la primera opción a considerar giraba alrededor del
término “ácratas”. Como se insinúa en el título —… la llamada Acracia—,
nosotros no queríamos nombre alguno. Argumentábamos que, si hubiéramos sido
obreros en el siglo XIX, hubiéramos sido “anarquistas”… pero éramos pequeños burgueses
del siglo XX. En esta tesitura, al final no opusimos mayor resistencia a ser
marcados con una etiqueta que fue corriente en tiempos menos monárquicos pero
que, a finales del siglo XX, había caído en desuso.
Por
otra parte, conste que nunca pretendimos ser originales sino todo lo contrario:
dicho en expresión atribuida a Newton, nos sabíamos “enanos a hombros de
gigantes”. Nos reconocíamos herederos de aquellos proto-egipcios que, circa
1.750 antes de nuestra era, se negaron a seguir construyendo esos infames
mamotretos que son las pirámides. Y todavía hoy nos lamentamos de que la
historia de Occidente no comience hace cuatro milenios con las primeras grandes
rebeliones de las que se tiene constancia escrita sino con la interminable
lista de los genocidas coronados.
El
segundo punto a subrayar consistía en dejar claro que los ácratas no teníamos
ningún contacto con los anarcosindicalistas del exilio, lo cual era cierto
porque conocíamos varias capitales europeas pero no Toulouse ni siquiera
Perpiñán. Pero, además de manifestar la verdad, en aquel otoño de 1968 era
necesario no dar oportunidad a los jueces para que, so pretexto de que estaban
confabulados con el terrorismo internacional, aumentaran el castigo a nuestros
compañeros presos y/o procesados.
En
suma, precauciones de toda laya —léase, autocensura— permearon la redacción del
manuscrito. De ahí que no aparezcan los nombres de ninguno de los ácratas. Por
elemental precaución, sólo aparecen las señas de algunos pocos estudiantes —no
necesariamente ácratas— pero siempre en relación con incidentes de poca monta
que habían sido aireados por la prensa franquista. De haber comenzado la
redacción escasos meses más tarde, hubiera podido incluir las identidades de
nuestros primeros muertos.
En
la edad del pasquín
Estas
treinta y cinco mil palabras tienen una edad menos provecta que la Pequeña
historia... Son cosecha del año 2012 (…) no me pareció elegante subrayar el
papel de la Acracia. Pero algunos pormenores acráticos se deslizan entre las
líneas de esta ponencia porque la cabra siempre tira al monte. En todo caso, si
alguien quiere abundar en los detalles del parto con dolor pero autónomo de la
acracia universitaria madrileña, puede estudiarlos en una obra dos años más
reciente que esta Edad del pasquín: léanse las ciento treinta y cuatro
páginas de 1968. El año sublime de la Acracia de Miguel Amorós (Bilbao,
Muturreko Burutazioak, 2014).
Coda
Finiquitado
Franco, me dio por colegir que un ácrata debía continuar la pelea acompañando a
aquellos que, por definición, tienen menos Poder: los pueblos indígenas. En
consecuencia, desde el año 1976 hasta la fecha, me he dedicado a estudiarles
desde la antropología más ortodoxa y también desde el indigenismo. En ambas
vertientes, he vuelto a tropezar con detritus del remoto pasado universitario
puesto que mis peores enemigos han sido aquellos españolazos que ahora
se las dan de revoltosos pero que, en el 1968, no se atrevieron a salir del
Alma Mater sino que se abismaron en ella al precio consabido —lamer el culo a los
mandarines franquistas—. Por fortuna, tanto los indígenas como la mejor parte
del gremio antropológico me acogieron con los brazos abiertos.
En
cuanto a la política española, sólo volví al activismo para hacer campaña
contra la OTAN en el referéndum que nos falsificó el enemigo interno —la
socialdemocracia—. Pero conste en acta que ni siquiera en esa ocasión me
signifiqué bajo ninguna bandera. Hice como siempre, pues nunca tuve carnet de
nada. Y así sigo, sin compadre ni partido ni sindicato ni perrito que me ladre.
Cómoda o incómoda posición conservada a ultranza aunque sólo sirva para que el
siguiente párrafo de la “Pequeña historia” pueda leerse como premonitorio:
Radicalizando hasta la exasperación a ciertas minorías,
los estudiantes comprometidos encontrarían tras graduarse —suponiendo que lo
hicieran— tales dificultades policíaco-técnico-sociales para conseguir un
puesto en el sistema que forzosamente vendrían a constituirse en clase
marginada pero activa.
Para
que no se pudiera decir que fui pésimo profeta o por pura frivolidad, me
apliqué el cuento y, desde hace décadas, pertenezco a la “clase marginada pero
activa”. ¡Y a mucha honra!
Postmetropolis
Editorial, 2016, 143 Págs. www.postmetropolis.com
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