Albert Walden
Siempre me ha parecido que el
penúltimo siglo español compendia como pocos la ilustración del “problema” de
España en su conjunto, más incluso que la historia - aún casi contemporánea -
del veinte; principalmente porque visto este último en perspectiva, ha tenido
la pinta de haber sido sólo una mera prolongación del anterior.
El diecinueve español tuvo un carácter
oscuro en el que las nuevas corrientes de pensamiento que posibilitaron el afianzamiento
del estado moderno, aquí apenas enraizaron; un tradicionalismo inquebrantable
donde el “Regeneracionismo” (siempre pendiente) o el “Reformismo” (recurrente
argumento en política) se han ido dejando la piel a tiras; y donde, por
supuesto, todo ensayo “Rupturista” o “Revolucionario” ha sido estrangulado sin
misericordia.
Por ello, la esperanza liberal del
pronunciamiento o la razón progresista de la levita se fueron diluyendo entre
la antigua alianza sagrada de “Trono y Altar” y el intersecular grito
absolutista del “¡Vivan las caenas!”. Fue el siglo de los constitucionalismos
de minorías liberales que chocaban con la amplia base del resignado fatalismo
ruralo con la jactancia de un
casticismo hidalgón en el que el “ardor guerrero” que siempre se consideró - y
aún se alega - ungido para un destino excepcional, apenas podía mostrar más que
“desastres” de puertas afuera y carnicerías civiles de puertas adentro.
Pensadores como J. Ortega y Gasset en
sus reflexiones, condicionadas – pienso yo - por esas circunstancias
vernáculas, en el libro “España invertebrada” escribió: “Medítese un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes,
de genialidad, de vital energía que es preciso acumular para poner en pie un
buen ejército. ¿Cómo negarse a ver en ello una de las creaciones más
maravillosas de la espiritualidad humana? La fuerza de las armas no es fuerza
bruta, sino fuerza espiritual”.
Este artículo “Nación y ejército” del
año 1922 agregado al susodicho libro, ilustra la profunda penetración de la
continuación en la centuria del novecientos de un destilado demencial y
antológicamente abyecto que en la del ochocientos se singularizó como seña de
identidad muy propia, y de la impotencia ante ello – incluso - de mentes
admirables. ¿Es que el ilustre pensador no tenía reciente aún en su memoria (la
renuncia a la inteligencia hace que tampoco haya memoria) las fotografías con
el reguero de cadáveres putrefactos de soldados españoles en “Monte Arruit”?
¿Fue una “fuerza espiritual” lo que llevo a esos soldados de leva a podrirse
entre moscas rifeñas, o fue la ineptitud
y la incapacidad organizativa de los
“elegidos” a encarnar en el ejército y en la política los valores de la patria
la causa de ello, en curioso contraste – por otra parte - con la habilidad y la maña mostradas en tratar de ocultar sus
miserias después?
Conectando de paso los modos y maneras
de entonces con los de la máxima contemporaneidad de ahora, (ver sobre el
“Expediente Picasso” y sus informes “perdidos”. Situación análoga en la que se
encuentran los contratos del Yak 42 hoy).
Tampoco debía tener muy presente en la
memoria el pensador las recientes gestas de “genialidad” que en el “Somme”, en el “Marne” o en
“Verdún” acontecieron en nombre de
valores iguales o parecidos a los que sus argumentaciones afirmaban, (quiero
recordar la clara diferencia entre el acto propio de reflexionar y el de argumentar, muchas veces nos pasa que
lo uno antagoniza con lo otro).
Quizá, por eso el diecinueve español –
época de decadencia por antonomasia - tuvo que radicalizarse en lo espiritual
por su miseria en lo social, y de paso parió al veinte abortándolo entre los
resecos cueros de una madre momificada. Centuria que continuó tratando de
hallar en la arrogancia de sus
enranciados blasones lo que se perdió en cada reafirmación
contrarreformista de su fervor espiritual hasta que consumió, no sólo su
horizonte colonial, sino también su patrimonio humano.
El
temple del consagrado imperio
que se lanzó al mundo creyendo -sin atisbo de duda - que este ya estaba
explicado, por lo cual, sólo su conquista lo acabaría de completar para
ofrendarlo a su “señor creador”, era del mismo genio que se preguntaba porqué el pensamiento seguía insistiendo, e
incluso existiendo, si la verdad ya estaba revelada, dejando así cuajado o
mejor, “atado y bien atado” todo el bagaje intelectual que la patria
necesitaba. Quizá sea por eso que el aterrador “¡muera la inteligencia”! e
incluso, su puntualización pemaniana de “la mala inteligencia”, no haya
supuesto nunca mucho problema aquí; ni cuando por fin la democracia
“advino” sirvió para algo más que para
que el otrora súbdito, investido ya de cualidad ciudadana descubriera, no lo
inadmisible de su ignorancia complaciente, sino que esta era tan soberana,
respetable, digna y virtuosa como la inquietud de otros por el conocimiento y
su creación; a fin de cuentas, en la sociedad del entretenimiento ciberglobal y
modelizada del veintiuno, tampoco parece que vaya a ser necesaria demasiada inteligencia.
Como decía, la renuncia a la
inteligencia hace que haya poca memoria, que tan sólo el estímulo del
simbolismo irrefutable o la adoración del ídolo totémico sean las razones
compartidas como obediencia. De ese modo, continuó siendo otro siglo para el
ser de la transcendentalidad espiritual, orgullo de casta y
estirpe elegida que sigue afirmándose en la razón de lo absoluto, que
tiene a lo absoluto como propio, que no pregunta ni indaga sino que afirma con
tajante y contundente convencimiento, ciego a la dificultad del pensamiento y a
la humildad del prudente, con la simpleza espontánea del embrutecido por los
dogmas, las doctrinas o los ideales intertemporales de la superstición en sus
querencias ancestralizadas, que le inculcaron la imperiosa necesidad salvífica;
tradicionalismos que subsisten como exponentes de una parálisis nacida en los
recodos de sus cronicones.
Salvar los valores de siempre del
sospechoso empuje extranjero, imitar hasta el fin a los “Héroes de Baler”
(voluntariosa gesta de la obsolescencia y del sacrificio inútil) ante unas
culturas y vanguardias que cambian el modelo de lo que dejó de ser, para ser de
otra forma. Esta sagrada tierra de
repatriados y de expatriados no lo necesitó, ni lo necesita.
Américo Castro en el libro “España en
su historia” dice: “Estamos en un mundo
(España) en el que la mejora de los valores, si esta acontece, es ocasionada
por un advenimiento y no por un progreso, no por un devenir”; interesante matiz el advenir como
vínculo inmortal con La Providencia.
Advenir resumido en frases como “…lo que sea, tendrá que ser”, máxima
refranesca de un simbolismo simplón y sanchesco de gramática parda (disciplina
muy de nuestras cátedras) que puede forjar hasta en detalles inesperados
la esencia congénita de un carácter
nacional, me refiero a lo escueto y conciso de la verdad posesiva, que alberga
el conocimiento de los pueblos poco dados a dejar perder en la reflexión la
convicción ganada en sus relatos epopéyicos y legendarios en los que se
amparan.
En cambio, prontos a recoger - para dejarse
hacer - el mensaje de la arenga de
cualquier político “acastrensado” o de
cualquier “vuecencia” echada a politicar.
Quiero recordar en este punto – y
recomendar su lectura - la novela de V. Blasco Ibáñez “La Catedral”, en la que queda reflejada la
soledad del castigo casi ostrático de un revolucionario ante los atavismos de
una sociedad inerte, dormida y represora, y como su pensamiento crítico puede
llegar a desperezarla convulsionándola hasta la radicalidad, haciéndole
exclamar como a Ortega ¡“no es esto, no
es esto”! (Cuando el esclavizado descubre su fuerza y la maldad de la
injusticia sufrida, es difícil pedirle mesura).
El diecinueve, cobista y retrechero,
felón y deseado, pícaro y tramposo, enjutamente restauracionista y siempre con
un murmullo de rebeldía unas veces fusilada en las playas malagueñas, otras dada a la horca en la plaza
de la Cebada de Madrid o simplemente, ilustrado en la gravedad de los rostros
de sus campesinos envejecidos prematuramente (“Cristo de la Sangre”, I. Zuloaga.
Solemnidad ante un destino), sigue clavado
en el nombre de España.
Para ir terminando con este
sintomático parecer se me ocurre recordar los siguientes versos de Jaime Gil de
Biedma.
Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal
gobierno
sino un estado místico del hombre
la absolución final de nuestra
historia?
De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de
España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su
pobreza.
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