Amador Fernández Savater.
Hay historias que parecen resumir
épocas o momentos históricos. Willy Pelletier cuenta una de ellas en el último
número de Le
Monde Diplomatique
que lleva por título: "Mi vecino vota al Frente Nacional".
Pelletier es un militante de largo
recorrido en organizaciones antirracistas de extrema izquierda y narra en el
artículo distintas acciones desarrolladas contra el Frente Nacional. Pero todo
su relato está punteado por la duda y la autocrítica: al fin y al cabo, esas
movilizaciones no han logrado frenar el ascenso del FN. Entre líneas nos ofrece
una explicación: sucede que ninguna de esas acciones tocaba jamás a un
simpatizante del FN, porque se desarrollaban siempre en circuitos muy cerrados
(entre militantes políticos que habitan determinados barrios, hablan de
determinada forma, tienen determinados valores, etc.).
Pelletier conoce (¿por primera vez?) a
un simpatizante del FN cuando, medio "jubilado" del activismo, se va
a vivir con su pareja al campo en la zona de Aisne (Picardía). Se trata de
Éric, un obrero especializado en embalaje industrial. Se hacen muy amigos y un
día, algo borrachos, Éric le confiesa que vota por Marine Le Pen: "Se me
eriza el vello cuando la escucho, la manera en que habla de los franceses te
hace sentir orgulloso. Además, en esta zona el FN ha ayudado a mucha
gente".
¿Qué tipo de zona es Aisne? Un
escenario típico de la crisis, según lo pinta Pelletier. Muy degradado, apenas
sin equipamientos (salud o transportes), ni lugares de encuentro (los bares,
las parroquias y las asociaciones deportivas cierran). No hay trabajo, todo el
mundo está endeudado, los jóvenes se marchan, la violencia contra las mujeres
aumenta y también la "sensación" general de inseguridad (aunque los
robos no sean frecuentes). Por contra, hay guetos de ricos por todo el
territorio: son ejecutivos o profesionales liberales que vienen de París y
compran buenas casas de piedra o granjas abandonadas a precio de saldo.
Tras el encuentro con Éric, Pelletier
se hace nuevas preguntas. La superioridad moral con la que antes juzgaba a los
votantes del FN (abstractos, desconocidos) ya no le parece de recibo. Ahora
tiene a uno enfrente suyo de carne y hueso, con su historia y sus razones. Y es
su amigo. Pelletier concluye el artículo así: "En el trabajo, Éric
considera que 'los jóvenes' no le escuchan ni le respetan... Al vivir allí,
inmovilizado en un espacio en decadencia, impotente frente al derrumbe de un
mundo que ya no resiste, viendo que su territorio se llena de 'parisinos',
¿cómo podría Éric sentirse 'orgulloso'?".
Crisis
de la presencia
Abandono y falta de recursos, paro y
endeudamiento, ruptura del hilo generacional y destrucción de los lugares de
encuentro... La crisis no es sólo "crisis económica", sino también de
referencias y fidelidades, de creencias y valores. Una crisis cultural, en el
sentido antropológico de "formas de vida", muy profunda.
El colectivo Tiqqun nos propone
pensarla como "crisis de la presencia". ¿Qué significa esto? Que nuestra
presencia, es decir nuestro estar en el mundo, ya no es firme, no está
asegurado, ni garantizado. Golpeados en el plano de lo económico (el paro), de
lo social (los contextos degradados) o de los valores (la ausencia de comunidad
o hilo generacional), lo que entra en crisis "por debajo" es
precisamente nuestra misma facultad de mantenernos "erguidos" ante el
mundo. Lo que parecía sólido comienza a desintegrarse: el sentido de la vida y
de la realidad, la consistencia subjetiva y la fijeza misma de las cosas.
Pero la crisis de la presencia no es
sólo pérdida o peligro, sino también ocasión y oportunidad. ¿En qué sentido? La
presencia que se tambalea es la "presencia soberana": un tipo de
relación con el mundo en términos verticales de dominio y control. Una
experiencia de vida basada en la distinción nítida entre un sujeto (que
gobierna) y un objeto (el mundo a gobernar). Una concepción de la libertad como
"dominio" (sobre la naturaleza, sobre los demás, sobre el tiempo,
sobre la realidad). Como autosuficiencia e independencia.
Crisis de la presencia significa que
una zozobra muy íntima nos atraviesa (tanto más fuerte cuanto más hemos sido
educados en el molde de la presencia soberana: como hombres blancos, adultos y
propietarios, trabajadores en un mundo sin trabajo, etc.). Lo que nace de esa
zozobra, de ese tambaleo, es la inquietud, el malestar. La sensación de no encajar, de que
ya nada lo hace. El malestar es la manifestación sensible de la crisis de la
presencia.
Por tanto, con la crisis de la presencia
se abre la posibilidad de una bifurcación, de un desplazamiento, de la
invención de otras formas de estar y relacionarnos con el mundo, tanto
personales como colectivas. El malestar social puede ser el motor y el centro
de energía de una transformación profunda, a un tiempo política, económica,
cultural, existencial, etc.
Un
período oscuro
¿Estamos entrando en un "período
oscuro"? Vamos a llamar "período oscuro" a aquel en el cual el
malestar –esa inquietud, ese no encajar, esa energía potencial de cambio– es canalizado por derecha.
Una derecha que no es simplemente establishment, sino una suerte de
paradoja andante: establishment anti-establishment, élite anti-elitista,
neoliberalismo antiliberal, etc. Es el Frente Nacional, es Trump, es el Brexit y
las demás variantes de derecha populista apoyadas por todos los Éric del mundo.
Proscritas por la "cultura consensual" que ha definido el marco de lo
posible durante las últimas décadas y que hoy se cae en pedazos (aquí la Cultura
de la Transición). Rechazadas porque no guardan las formas de lo
"políticamente correcto" (lo liberal-democrático): polarizan,
exageran y mienten sin ningún pudor, son agresivas y fomentan el odio machista,
xenófobo, etc.
La derecha populista parece satisfacer
a su modo las dos pulsiones que Freud hallaba en nuestro inconsciente: el eros
y la pulsión de muerte, es decir, la pulsión de orden y la pulsión de desorden.
—
Orden:
me refiero a la promesa de restauración de la subjetividad en crisis. La fuerza
cautivadora de la promesa de un trabajo, de un lugar en el mundo, de una
continuidad con la tradición, de la pertenencia a una comunidad, etc.
"Hacer America great again", exclama Trump. "Let's take back control", proponen los
partidarios del Brexit. Recuperemos el control que una vez tuvimos. Y con él la
normalidad, la grandeza incluso. ¿Y cómo? A través de la exclusión, mediante
altos muros y todo tipo de barreras, de aquello que nos amenaza. De lo que ha
traído la decadencia a nuestro mundo y a nuestras coordenadas de sentido. El
chivo expiatorio pueden ser los "parisinos" de Éric, o los
"refugiados", o los "mexicanos", o la "igualdad de
género" (preguntado por su voto, un taxista de procedencia africana le
dijo a
un amigo en la ciudad estadounidense de Baltimore: "No puedo votar,
pero si pudiera lo haría por Trump. Porque si gana Hillary las mujeres tendrán
mucho poder en este país. Los hombres ya no importan aquí. Se necesita un
hombre fuerte").
En cualquiera de los casos, el
malestar se concibe como un "daño" que nos inflige un
"otro" al que debemos dejar "fuera" del
"nosotros" para recuperar la normalidad. Y de ese modo, cerraremos la
herida, calmaremos tanta inquietud, detendremos la zozobra y recuperaremos el
equilibrio, revirtiendo nuestra "decadencia".
Deseo de orden y normalidad, deseo de
protección y soberanía. Eso por un lado, pero no sólo. También deseo de que todo
salte por los aires.
— Desorden: me refiero al gozo de "dar una
patada al consenso" que, con buenos modales y bonitos discursos, nos ha
traído la ruina. A una izquierda que extiende por todas partes la desigualdad,
la guerra y la deportación de personas, pero "guardando las formas".
A la élite progresista del Partido Demócrata que vive ajena e insensible a las
preocupaciones de las clases populares y se burla además de sus modos de vida,
sus gustos y sus referentes. A los "parisinos" que votan socialista,
compran a precio de saldo las casas y las granjas que los habitantes de Aisne
ya no pueden sostener y despotrican contra los pobres que votan a la derecha.
Etc.
En un mundo en el que todo parece
atado y bien atado, en el que ningún gesto (por arriba o por abajo) parece
capaz de cortocircuitar el estado de cosas y abrir lo posible, Trump, el
Brexit, el FN canalizan las ganas de que "pase algo", de ver ocurrir
"lo imposible", eso justamente que todas las voces políticamente
correctas consideran "que no puede ni debe pasar", lo demoníaco...
¿Quién da más? ¡Y sólo con un voto! Es decir, sin perder en ningún momento la
posición del espectador en la película de catástrofes.
Debates
en el campo progresista
Más allá de la "superioridad
moral", que renuncia a preguntarse por lo que no entiende, etiquetándolo
simplemente como el resurgir de la ignorancia y la brutalidad, hay otras dos
lecturas de la situación actual en el campo "progresista" que merecen
atención y discusión: la "marxista" y la "populista".
— La lectura "marxista" encuentra el
origen-causa de lo que pasa en la desconfiguración de la izquierda (y, en
general, del paradigma de la lucha de clases). Es decir: el malestar social,
que antes tenía estructuras organizativas y cognitivas para enfocarse por
izquierda, hoy ha quedado huérfano.
Y es la derecha populista la que
adopta al huérfano, elevando el tono el voz e interpelando al descontento,
ofreciendo al malestar (el miedo, la rabia, la incertidumbre) esquemas
explicativos, vías para canalizarlo y enemigos contra los que dirigirse. A
través de las "guerras culturales" (en torno al aborto, las creencias
religiosas, los estilos de vida, etc.), la derecha populista capta el
"resentimiento de clase" redirigiéndolo contra "los enemigos de
los valores tradicionales". Es decir, traduce los conflictos
político-económicos como conflictos morales e identitarios. "La guerra
cultural es una guerra de clases, pero deformada", dice Zizek.
¿De qué se trata entonces? De re-crear
las estructuras cognitivas y organizativas de la lucha de clases, politizando
la economía, hablando de intereses materiales, reconstruyendo la izquierda.
Pero, ¿podemos reducir el malestar contemporáneo a una cuestión económica-de
clase? En la propia historia de Éric hemos visto que convergen muchas
situaciones, procesos y factores; cómo se mezcla lo económico, lo social, lo
cultural, lo existencial, etc. ¿Podemos pensar las cuestiones culturales como
meros "engaños", "distracciones" o "cortinas de
humo" que nos impiden ver lo "esencial"? ¿Podemos suponer que el
racismo o el machismo de los votantes de Trump son "fenómenos
ideológicos" (secundarios) que se esfumarán una vez que el malestar se
enfoque en las cuestiones económicas y de clase?
Me parece que la derecha populista
tiene éxito, no porque hable de cuestiones culturales disimulando lo
económico-de clase, sino porque tiene algo que decir al respecto. Porque sitúa
la pelea política en el terreno ético, antropológico y de las formas de vida.
Es decir, de las maneras de verse uno mismo, de relacionarse con los demás, de
hacer las cosas y de estar en el mundo. ¿Qué tiene la izquierda que proponer
sobre ello? Me temo que muy poco: apenas el "ideal militante", con
tan poco alcance y tan poco atractivo como ya sabemos.
— La lectura "populista" (hablo ahora del
populismo progresista) vendría a decir que
no se trata tanto de encontrar las "verdaderas causas" del malestar
como de "construir su sentido" e imprimirle una dirección. La
política es, por tanto, una pelea por "definir los acontecimientos".
Por ejemplo, ¿cuál es el significado que vamos a dar a la crisis? ¿Es
responsabilidad de "la gente que ha vivido por encima de sus posibilidades"
o más bien de "la casta" oligárquica que ha saqueado el país? Lo
decidirá una "batalla cultural" entre discursos y relatos cuyo
desenlace no depende de la verdad de la que son portadores, sino de la eficacia
comunicativa de las metáforas en juego.
La construcción de sentido, desde
estos planteamientos, obedece una lógica formal. Es decir, no se trata del
sentido que deriva de la "experiencia misma", sino del sentido que
recibe de un discurso (en sentido amplio) que la articula en cierto código. A
estas alturas en España, con la presencia constante de los líderes de Podemos
en los medios de comunicación, todos hemos aprendido ya cuál es el
"código" populista: la articulación, a través de "significantes
vacíos" y del antagonismo con un Otro, de las demandas insatisfechas de la
sociedad en un nuevo bloque histórico (identidades nacional-populares capaces
de representar al todo, no sólo a una parte).
Sin lugar a dudas Íñigo Errejón es el
maestro del código, el Señor de los signos. Me recuerda a veces a aquel niño
prodigio que en clase era siempre capaz de resolver el maldito cubo de Rubik a
increíble velocidad. A partir de lo que sea que pase, a partir de cualquier
colección de datos que ofrezca la realidad, Errejón es capaz de armar una y
otra vez el rompecabezas: lo cuadra todo en el código de las demandas, los
significantes vacíos, la frontera antagónica y las identidades
nacional-populares. De ahí también la sensación recurrente de que siempre dice
lo mismo, aunque los contenidos sean distintos. Porque el código está siempre
ahí, antes de cada situación, antes de cada proceso, antes de cada palabra y
antes de cada gesto, lo que requiere es una inteligencia combinatoria capaz de hacer
encajar las piezas y los colores de la realidad.
El problema aquí es todo lo que
perdemos pensando el mundo (y la política) como el juego de Rubik, con sus ejes
y sus modos de girar pre-establecidos. Se pierde la materialidad de lo real (porque
lo que se interpretan son signos-mensajes, el resto no interesa y se abstrae).
Se pierde la singularidad
irreductible
de los acontecimientos y sus relaciones (que nos requiere una inteligencia
sensible más que combinatoria). Se pierde la autonomía de los procesos (que
pueden ser pensados-dirigidos-codificados desde el exterior, sin mantener
ninguna relación de interioridad o intimidad con ellos). Y se pierde,
finalmente, la posibilidad de creación de nuevos sentidos
para la vida social (porque una y otra vez se reintroduce lo "otro",
lo nuevo o desconocido, en una lógica de lo mismo).
El
malestar como energía de transformación
Volvamos un momento a Éric,
"inmovilizado en un espacio en decadencia, impotente frente al derrumbe de
un mundo que ya no resiste". Esa inmovilización, esa impotencia hacen de
él una víctima. El malestar se
asume como daño, pérdida. La culpa de todo la tienen "otros". Y lo
que se desea es "devolver el golpe" (ver rodar la cabeza de los
culpables) para reequilibrar de nuevo las cosas y el mundo (la presencia),
regresar a la normalidad.
¿Cuánto tiempo más podremos sostener
esta condición de víctimas? ¿No nos cansamos de ella? No cambiamos mucho
sustituyendo un enemigo por otro: "los inmigrantes" por "la
casta". Mantenemos intacta la subjetividad victimista que critica pero no
emprende ningún cambio, que piensa que el mal viene de otro (tal grupo o
persona) y que si lo eliminamos todo estará bien, que delega siempre en el
salvador de turno la tarea de "restaurar el equilibrio" (muchas veces
nostalgia de algo que nunca existió).
No necesitamos crítica victimista y
resentida, sino fuerza afirmativa y de transformación. Otra relación, pues, con
nuestro malestar. Es lo más difícil porque apenas nada en nuestra cultura
occidental nos educa para ello. El ideal normativo de la "presencia
soberana" (el control, el dominio, la autosuficiencia) nos hace ver las
crisis como algo "que no debería pasar" o, en todo caso, como algo de
lo que tenemos que salir enseguida, algo que debemos "reparar" cuanto
antes para volver a la normalidad. Otra relación con el malestar supone no
verlo sólo como daño o pérdida, sino también como ocasión y oportunidad, motor
de cambio.
¿Podemos salir de la inmovilización e
impotencia usando el malestar mismo como palanca? Es un planteamiento
"energético" del malestar: las energías que se desatan en él son
"conmutables", es decir, transformables en otras cosas (en acciones,
en palabras, en "obras", en otros modos de vida, en nuevas
sensibilidades y referencias, etc.). Las lágrimas que no se tragan, sino que
comparten y se elaboran pueden metamorfosearse en acciones colectivas, en
procesos de ayuda mutua, en la creatividad de nuevas imágenes y palabras, en
gestos de rechazo y desafío. La
sanación no pasa entonces por la reparación, sino por la (auto)transformación.
Un ejemplo. Suele decirse que en
España la derecha populista no tiene apenas vigor (aún) porque el 15M nos hizo
"entender" que el enemigo es el 1% (políticos y banqueros) y no el
99% (los inmigrantes, los refugiados, los pobres). Pero así permanecemos en el
planteamiento "semiótico" y de lucha de interpretaciones. Sería mejor
ver las plazas del 15M como lugares de un proceso casi "alquímico"
por el cual un tipo de energía (el malestar vivido en soledad e impotencia) se
convirtió en otra (la alegría de la potencia colectiva). A través del
estar-juntos, de la presencia compartida, del acompañamiento mutuo, de la
"complicidad afectuosa entre los cuerpos", como dice
Franco Berardi (Bifo).
Al tipo de fuerza que se genera en
esta presencia compartida la llamaremos "fuerza vulnerable". Es
decir: una fuerza que nace –paradójicamente de la debilidad. Del hecho de haber
sido tocados, afectados, "golpeados" por el mundo. No es la fuerza de
voluntad de la presencia soberana, que se pone a distancia del mundo para
empujarlo en la "buena dirección", sino una fuerza afectada por el
mundo y que precisamente por eso puede afectarlo a su vez. Es la fuerza de los afectados: los del atentado
del 11M de 2004, los de la PAH o de cualquiera capaz de convertir el
sufrimiento en energía de transformación
El malestar, como energía (no como
objeto a movilizar ni como signo a interpretar), es entonces la materia prima
del cambio social. Pero su "politización" hace estallar sin embargo
las formas tradicionales de lo político.
Supone mantener un vínculo vivo entre
lo existencial y lo político tan ajeno al grupo militante (donde no caben los
problemas personales) como al grupo de autoayuda (donde no entran los problemas
del mundo). Nos requiere un "saber hacer con el no saber", porque no
pueden conocerse de antemano las elaboraciones de sentido a las que puede dar
lugar el contacto con el malestar (no hay código-maestro que tenga de antemano
las respuestas). Necesita espacios capaces de acoger el malestar sin juzgarlo
(¿qué espacio "anticapitalista" sería capaz de acoger a Éric, por
ejemplo?). Nos exige formas de acompañamiento horizontal: no se trata de
"organizar" o "interpretar" lo que les pasa a otros, sino
de hacer un viaje juntos. Y mucho más.
Abrir
una bifurcación
En el "derrumbe de un mundo que
ya no resiste", la derecha populista nos promete la vuelta al orden y la
normalidad. Una salida falsa. Canaliza el malestar señalando chivos
expiatorios, pero no da ninguna respuesta a los problemas de fondo (crisis de
representación, crisis económica, crisis ecológica, etc.). Todo lo contrario:
ocultando y reproduciendo sus condiciones, convirtiéndonos en víctimas y
bloqueando toda posibilidad de transformación, prepara los nuevos desastres.
El populismo progresista también nos
promete volver al orden y la normalidad (del Estado del bienestar, la soberanía
nacional, etc.), desalojando a "la casta" del poder y
planteando "un horizonte alternativo de certezas y seguridades".
Los contenidos son diferentes (qué tipo de orden, qué tipo de enemigo), pero se
trata de un mismo planteamiento que interpela principalmente a la subjetividad
victimista necesitada de compensar la sensación de pérdida y reforzar las
referencias en crisis (un poco de "orgullo"). Esta opción puede
ofrecernos un "mínimo de protección" si llega al poder. Nada que
despreciar, pero muy insuficiente si pretendemos un cambio en profundidad.
Entre la "vuelta atrás"
(imposible) o la "fuga hacia adelante" (suicida), ¿hay una tercera
opción? Más difícil todavía: no pensar en "salir de la crisis", sino abrir
en ella una bifurcación. Convertir la "crisis civilizatoria" en
"mutación civilizatoria". No agarrarse desesperadamente a algo, sino
emprender un viaje. No contener el derrumbe, ni soñar con revertirlo para
volver donde estábamos, sino abrir y sostener otros mundos aquí y ahora: otros
modos de relación con el trabajo, el cuerpo, el lenguaje, la tierra, la ciudad,
el nosotros, etc. Aprovechar la crisis, hacer palanca en la fuerza vulnerable.
Históricamente, las mujeres han sido
muy capaces de convertir situaciones y lugares de dependencia en focos de
potencia: desplegar fuerza vulnerable. En ese sentido, la mejor noticia sobre
la victoria de Trump han sido las masivas marchas de mujeres que tuvieron lugar
en Estados Unidos el día de la proclamación. Convocadas anónimamente por tres
mujeres "cualquiera" apoyadas en la capacidad de contagio de las
redes sociales (así se propagan los movimientos por afectación, a través del
anonimato y la horizontalidad), permiten imaginar una oposición a Trump que va
más allá de la mera reacción anti-Trump. Una oposición que no es sólo
ideológica o partidista, que no es sólo defensiva o resistencialista (aunque
por supuesto haya muchísimas cosas que defender), sino sobre todo afirmativa
y de paradigma, con planteamientos (teóricos y prácticos) de mutación
civilizatoria en torno al trabajo, los cuidados, la familia, las relaciones,
etc.
"Un mundo sólo se para con otro
mundo". No se trata sólo de oponernos a Trump, sino al mundo del que Trump
es la figura
insignia.
El mundo de la presencia soberana hoy tocada, que sólo sabe revolverse ante
ello con violencia y que amenaza con hundirnos a todos y a todas consigo.
** Este texto es una versión de la
ponencia presentada en el encuentro
"Politizaciones del malestar" al que fui invitado por Laia
Manonelles, Daniel Gasol y Nora Ancarola.
** El planteamiento
"energético" sobre el malestar está ampliamente inspirado en Economía
libidinal,
el libro de Jean-François Lyotard.
Comentario de A. Walden
ResponderEliminarComo lo interesante del blog es presentar ideas y reflexiones para generar debate, me atengo a ello.
En los anteriores párrafos del artículo el autor se refiere a otra posible opción decisoria entre la "vuelta atrás" o la "fuga hacia adelante" (ver contexto). Yo quiero pensar que, al final, tal posibilidad de acción conjunta es una reconsideración sobre nosotros mismos, o mejor dicho, sobre cada uno mismo. Esa metáfora estratégica, tan recurrente en la panorámica funcional de la vinculación entre sociedad y política (tercera vía, alternativismo, cambio, etc.), queda aplastada, prisionera por la propia fuerza de su instrumentalidad y convencionalidad semántica, y por el éxito de su alcance semiótico, que refiere inmediatamente a una consideración tan socorrida moralmente como es la esperanza (eso es algo - como digo - automático para el común, salvo para los ya echados a perder).
Significa una salida airosa y positiva a lo que se debe hacer, ¡lo que se debe hacer!, pero la pregunta es ¿con qué mimbres se hace el cesto?
Otra fuga menos garbosa, más cínica es -efectivamente- irse por el postigo "dando una patada al consenso" (el que sea), para en perspectiva suficiente pararse a contemplar con morbosa delectación el desastre; por ello (no hay nada, no hay nada que perder, la-la aila).