Dimitris Alexakis
No
me dará tiempo a leer hoy otros artículos, otros estudios sociológicos, otros
análisis y otras declaraciones: hay que ocuparse de la pequeña, preparar las
últimas tareas del día, escribir el texto que tenía que entregar el 25 de abril
y cuyo plazo han remitido al 2. Pero bueno: ya sé bastante del asunto, creo.
Necesariamente llega un momento en el que nos toca decidir solos, con lo que
tenemos, lo que sabemos y lo que somos.
Algo
sé, aunque ya haga tiempo que no alcanzo a leer ni a informarme como lo
desearía (a leer como cuando tenía 15, 20 o 30 años): sé que la subida del
Frente Nacional ha venido acompañando, tozudamente, al abandono declarado,
asumido, de las clases populares, de los “baluartes obreros”, de los
desempleados. Esos desempleados en que se van convirtiendo los obreros de
antaño (desde el giro de los años 80) y en que no paran de convertirse (por
Florange, Amiens, Saint-Nazaire) los jóvenes trabajadores precarios que se multiplican,
dentro de un campo laboral cada vez menos inteligible desde de los años 70.
Pero también -y tal vez ante todo- del abandono del mundo rural por parte de
los partidos y del conjunto de gobiernos que han venido sucediéndose desde
1981, así como por parte de toda una franja de la población (la de las “clases
medias educadas” -por decirlo rápido- y de los intelectuales, de aquellos que
-ante todo- disponen de un capital cultural, de aquellos que, en un momento de
su vida o durante toda su vida, han tenido tiempo de leer).
Sé
que la alternativa que nos proponen hoy (entre el gobierno de las finanzas o el
fascismo) es una forma particularmente viciada, particularmente perversa, de
reconducción de aquel pacto que se hizo durante los primeros años del gobierno
socialista (hacia 1983) entre esa mismísimas clases medias, los profesionales
liberales y la patronal. A costa de los que no poseen capital y, en particular,
capital cultural.
Sé
que, rompiendo con toda una parte del movimiento que siguió al Mayo del 68, la
mayoría aplastante de los intelectuales “de izquierda”, en un momento crucial,
tomó el partido de -o decidió- retirarse del juego, abandonar la construcción
de solidaridades entre las clases, la organización de transferencias o
intercambios recíprocos de saber. Esas transferencias e intercambios que
permiten construir luchas que tejen prácticas obreras o campesinas y saber
libresco, teoría, reflexión colectiva, que permiten crear espacios para un
discurso y una experiencia política en común entre la fábrica, el campo y la
universidad. Sí, la mayoría aplastante de los intelectuales “de izquierda”, en
un momento crucial, tomó el partido de -o decidió- dejar de hacer conexiones y
vínculos entre clases populares y clases que pasaban por la universidad (y esto
tanto vale para el mundo de la producción industrial como para el mundo rural,
pero también, y de modo más agudo cada día, para la solidaridad práctica con
los migrantes).
Sé
que la reconducción de aquel pacto marcado por el egoísmo burgués más cerrado ya
no puede presumir hoy, si es que un día lo pudo, de la garantía moral que le
aportaba supuestamente esa conminación de “todos juntos contra el fascismo”. En
primer lugar, porque la izquierda de gobierno ha convertido el antirracismo en
el trapo de sus oportunismos y de sus traiciones. En segundo lugar, porque
ninguna reflexión social profunda acompañó nunca ningún “arrebato republicano”.
Al privarse de la más mínima reflexión verdadera sobre las causas sociales de
la ascensión de la extrema derecha, ese antirracismo (el de SOS Racisme y el de
las grandes manifestaciones unitarias de los años 90, pero no el de la hermosa
marcha por la igualdad de nuestra niñez) nunca ha sido más que un colador, una
criba que en el fondo no bloqueaba nada -y la prueba la tenemos hoy ante los
ojos, del modo más crítico, resonante y dramático que exista.
También
sé algo del racismo profundo que habita a la sociedad francesa desde hace
décadas. No debía yo tener ni 8 años cuando el portero de nuestro ILM (Edificio
de alquiler moderado) de la Place des Fêtes me amenazó un día con expulsarme hacia mi país “de una
patada en el culo” (y, sin duda, tal comentario me ha marcado de por vida). En
el edificio de la calle Docteur Potain donde crecimos mi hermano y yo, nuestros
amigos se llamaban Bichara, Céline, David, Samuel, Reda, Anne, Michel, Jérémy,
Karim, Éric, Basile, Lamine, Stratos, Frédéric, Moussa, Aïssatou, Heidi,
Patrick, Axel. Me acuerdo de los abusos policiales y de la palabra ratonnades [redadas
racistas contra la gente de origen/tipo magrebí/árabe, calificada de “raton”]
cuyo eco marcó toda nuestra adolescencia. Recuerdo cuando, algunos años más
tarde, un policía de la comisaría del Forum des Halles [París centro] me cogió
por el cuello y me alzó contra la pared, al borde de la asfixia: acababa yo de
protestar y oponerme a un control de identidad humillante. Algo sé de ese
racismo: lo he recibido en plena cara como un insulto, jovencísimo, lo he
sentido cerrarse sobre mi garganta -y eso que yo que soy, como decía Pasolini, “un
pequeño burgués”, un privilegiado, alguien a quien le protegen los libros,
alguien que, en caso de líos con la justicia, tendrá más posibilidades de
escapar al encarcelamiento que la mayor parte de nuestros amigos de niñez.
También
sé, por haber vivido en Grecia estos últimos quince años, que la alternativa
Macron / Le Pen es una forma nueva de la no-elección con la que se han
confrontado singularmente los griegos, en julio y después en septiembre del
2015. El chantaje que el Eurogrupo ejerció entonces sobre el pueblo griego
consistía en activar la amenaza de una salida precipitada del euro y del
desplome, de la mañana a la noche, del sistema bancario. El chantaje que se
ejerce hoy día sobre el pueblo francés es quizá más violento aún ya que utiliza
un arma de índole ética o moral: votad por las finanzas para obstaculizar al
horror, al partido del odio al otro. Votad por los programas de austeridad que
os impondremos, no tenéis
elección.
Pero
¿no son las finanzas, también, un partido del odio? Del odio a los pobres, a
los refugiados, a los obreros, a los desempleados, a los incultos? Tras el
rostro y las palabras extrañamente lisas de Emmanuel Macron, no disimulemos y
hagamos con que no vemos y no oímos las cifras atroces y lo real de los
programas de austeridad (el del crecimiento de la mortalidad infantil y de los
suicidios en los países del Sur), ni las condiciones sórdidas de los campos de
refugiados organizados en Grecia bajo los auspicios de la Unión europea ni el
silencio de quienes siguen muriendo en el Mediterráneo.
Lo
propio de la gobernanza neoliberal es forzarnos a estampar nuestra firma en su
programa de guerra social aunque sepamos que va dirigido contra nosotros,
contra la sociedad, contra sus solidaridades más elementales. A darle nuestro
consentimiento, bajo la amenaza de un áspero chantaje.
¿Qué
“apoyo moral” y qué anuencia subjetiva se le puede aportar a un movimiento que
encarna la destrucción cada día más acelerada, por toda Europa, de las clases
populares, de toda una parte de las clases medias pero también, a escala
mundial, de los recursos naturales y del planeta entero?
El
antirracismo quinquenal [en Francia, los mandatos presidenciales y
parlamentarios son de cinco años] de la clase dirigente francesa no es
fundamentalmente sino el apoyo moral de un egoísmo y de un cinismo de clase: el
barniz con el que los intelectuales y gran parte del electorado socialista
intentan tapar su traición histórica.
Este
antirracismo debe acabar, está acabado. Todos lo sabemos: por esa máscara suya
tan agrietada, abotargada. Una caricatura que ni puede alardear ya, a
diferencia del 2002 [la segunda vuelta entre Chirac / Le Pen padre], de su
tradición republicana.
Fascismo,
austeridad, silencio.
La única salida, para la izquierda, consiste a partir de ahora en mantenerse a
distancia de las conminaciones morales de absoluta hipocresía de aquellos
(periodistas, intelectuales orgánicos del capital) cuyo único objetivo -al
presionar para que se vote a favor de Macron- es el de verla abjurar (lo que
Alexis Tsipras decidió realizar tras seis meses de gobierno y lo que Jean-Luc
Mélenchon, por el momento, afortunadamente, se ha cuidado de hacer).
La
única salida para la izquierda es sobre todo trabajar para una nueva alianza de
clases, de grupos sociales, de fragmentos dispersos, de modos de trabajo, de
modos de ser y de vida, de culturas (“nueva” en el sentido de que el trabajo ha
experimentado transformaciones decisivas desde los años 70). Una alianza a
favor de la redistribución y de la justicia social: contra una acumulación de
riquezas que se ha vuelto pura monstruosidad, por el reparto de esas riquezas y
por la circulación del saber a través de todo el campo social.
Somos
miles, en este mismísimo momento, los que andamos debatiendo sobre las
decisiones que tomaremos el 7 de mayo, debatiéndonos y desgarrándonos, pero tal
vez conviniera primero decir lo obvio: que el gusano está en el fruto, que se
han falseado los términos del debate. Que este debate es una trampa ya que se
funda en un chantaje y en el apoyo objetivo aportado desde hace décadas por el establishment a las tesis
de la extrema derecha, a costa de las reivindicaciones de justicia.
(Favorezcamos la creación del monstruo, alimentémosle para declarar luego:
“Votad por las finanzas o, si no, sacaremos al monstruo de la jaula”). Este
debate viciado debemos y podemos denunciarlo, discutirlo en cuanto a sus
términos, ahora mismo y radicalmente. La alternativa entre Macron y Le Pen es
el síntoma más esplendoroso de la perversión profunda del sistema capitalista contemporáneo,
en su forma neoliberal y (forzosamente) autoritaria. No debemos resignarnos a
que ahora, por todo el continente europeo y más allá, la “gobernanza” sea
sinónimo de “chantaje”. Ahora, hoy, debemos denunciar esta impostura y
conectarla con sus causas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario