Por Ranolo Corbera
El 28 de mayo, fecha que a nivel estatal
se había fijado para convocar descentralizadamente las Marchas de la Dignidad,
en algunas ciudades como Santander, vimos cómo dicha convocatoria era
sustituida por otra que llamaba a defender un plan B para Europa. El
llamamiento lo hicieron los mismos partidos que en ocasiones anteriores
formaron plataformas para convocar las Marchas aunque organizados ahora en un
comité por el plan B. El conflicto de fechas se produjo allá por el mes de
febrero, tras el encuentro celebrado en Madrid por el plan B del que salió una
convocatoria europea para esa fecha que coincidía en España con la ya elegida
para las Marchas. En algunas ciudades, como Madrid, supieron conciliar ambas
movilizaciones, pero en otras no.
Las líneas precedentes no deben leerse
como un reproche a nadie, sino como un hecho que parece exigir una reflexión
sobre contra quién deben dirigirse prioritariamente nuestras luchas, si contra
el Estado o contra la UE.
El plan B surge como consecuencia de la
experiencia griega, después de que Alexis Tsipras claudicase ante las
exigencias de la troika. La interpretación de que un Estado solo –pequeño y
pobre- carecía de capacidad para resistir las presiones del Eurogrupo y el Banco
Central Europeo, despertó en la izquierda el deseo de unidad y de respuesta
conjunta ante lo que consideraban golpes de estado financiero y anulación de la
soberanía de los Estados. En septiembre de 2015 Jean-Luc Mélenchon (Front de
Gauche francés), Stefano Fassina (ex ministro de Finanzas italiano), Oskar
Lafontaine (ex-ministro de Finanzas alemán), Zoe Konstantopoulou (ex-presidenta
del Parlamento heleno) y Yanis Varoufakis (ex-ministro de Finanzas griego)
lanzaban la propuesta de convocar una cumbre y se comprometían a trabajar en
cada país y juntos en toda Europa para volver a negociar completamente los
tratados europeos y a iniciar una campaña de desobediencia a las prácticas
arbitrarias y a las reglas irracionales[1]. Hasta ahora se han desarrollado dos cumbres, la primera en
París, los días 23 y 25 de enero de 2016, y la segunda en Madrid los días 19 al
21 de febrero. Ambas tuvieron amplia asistencia y contaron con la participación
de reconocidos parlamentarios, sindicalistas, líderes políticos, artistas e
intelectuales procedentes de casi todos los países de la Unión. Más allá de los
resultados, a los que no se puede por el momento pedir mucho, su éxito radica
en la visibilización de una oposición significativa a la deriva neoliberal de la UE, manifestada incluso por políticos
que participaron en la política económica de algunos de los principales países
miembros. Para la mayoría el plan B no pasa hoy de una declaración de
intenciones: democratizar las instituciones y preservar la soberanía de los Estados
(algunos dicen de los pueblos). Pocos días después de la primera cumbre,
Mélenchon escribía en su blog –por si alguien había entendido mal- que no se
pretendía crear ni un partido ni una internacional, ni imponer una línea común
a todos. Habría varios Planes B, según la situación de cada país y su relación
de fuerzas dentro de la UE[2].
Yanis Varoufakis asistió a ambas cumbres,
pero llevaba en su cartera un plan mucho más definido, el DiEM25. Un verdadero
plan para salvar a la UE (en peligro de disolución a consecuencia de las
políticas neoliberales) y al propio capitalismo. Su plan parte de las
instituciones actuales y parece organizado en cuatro fases: la transparencia de
las instituciones, la estabilización del capitalismo (acabar con la crisis), un
New Deal, y finalmente, cuando todo lo anterior se haya cumplido, un proceso
constituyente en el que se creen nuevas instituciones[3]. Sólo entonces, en el año 2025, los Estados Unidos de Europa sustituirían
a la Unión Europea. Es decir, nn plan reformista de corte keynesiano que el
papel soporta bien pero en el que no se da ninguna pista sobre cómo se podría
conseguir ese giro copernicano, cómo se llegaría a convencer o forzar a la
“burocracia” y a las élites del neoliberalismo para que accediesen a dicha democratización.
La incorporación del DiEM25 de Varoufakis
al más plural e indefinido foro del plan B impulsado por Mélenchon y le Front
de Gauche contribuye a aumentar su ambigüedad. Sólo parecen coincidir en su
creencia de que la refundación de Europa (UE o Estados Unidos de Europa) que
condujera a una Europa democrática, económicamente sostenible y socialmente
justa, es posible en el marco de un capitalismo neokeynesiano. La confrontación
parece darse entre dos modelos capitalistas, el del viejo New Deal (de corte
socialdemócrata) que se quiere recuperar y el neoliberal. La primera pregunta
que surge, por tanto, es la de si es posible esta regresión para la refundación
de Europa.
Es cierto que el plan A tampoco se
encuentra bien definido y que no parece monolítico. De hecho existe más de un
Plan A. Los intereses alemanes por mantener la hegemonía sobre la Unión
Monetaria no coinciden con los de las burguesías francesa, italiana o
anglosajona, más dispuestas a fortalecer el papel del BCE que a crear nuevas
instituciones de rescate como el Mecanismo Europeo de Estabilidad creado en
2011. Porque en el diseño de las
instituciones y las funciones que se les otorgan existen también interesen de
grandes potencias. EE.UU maneja el FMI y, hoy por hoy, Alemania controla el
Eurogrupo. Pero cualquiera de los dos planes son fieles al modelo neoliberal[4]. No hay desacuerdos en lo más importante, en el impulso de
reformas estructurales, en la reducción de salarios y derechos sociales o en la
privatización de servicios. La hegemonía neoliberal no presenta grietas.
Por otro lado, la UE sigue siendo una
Europa de los Estados, aunque la instituciones europeas limiten sus
competencias. En la formulación del plan B de Mélenchon el ataque a la
soberanía de los Estados se encuentra muy presente. Pero, la cesión de
soberanía resulta algo inherente al propio proyecto europeo desde sus orígenes.
Las políticas comunitarias son el resultado de la cesión de competencias por
parte de los Estados, y desde Maastritch y el Tratado de Lisboa, y sobre todo
desde la creación de la Unión Monetaria (1-1-1999), las competencias en esa
materia se han transferido al Eurogrupo y a la Comisión Europea. Por otro lado,
no siempre la intervención de la UE es más reaccionaria que la de los propios
Estados, como reprochaba Emmanuelle Cosse (Secrétaire nationale d’Europe
Ecologie – Les Verts) a Mélenchon, poniéndole como ejemplo el caso de los
refugiados en el que es la resistencia de los Estados a acoger la que impide
avanzar en un plan común de acogida; por tanto, el problema –concluía éste- se
encuentra en la reducida soberanía Europea, incapaz de imponerse a los Estados[5].
Charles De Gaulle, el de la Europa
europea (no dependiente de EE.UU) y también el de la Europa de los Estados,
pensaba (parafraseando a Bismarck) que “la palabra Europa aparece siempre en
boca de quienes desean algo que no se atreven a exigir en su propio nombre”[6].
Señalar a Europa para justificar los recortes, las reformas, las
privatizaciones, constituye un argumento contundente, sobre todo si se
complementa con el de que fuera no hay futuro. Es cierto que la Unión Monetaria
obliga a los Estados de la zona euro a mantener cierta disciplina, pero sólo en
la medida en que esos mismos Estados la acepten y acuerden. Porque las
principales decisiones políticas siguen tomándose en el Consejo Europeo y
necesitan acuerdo unánime (para expulsar a Grecia del euro y de la Comunidad,
por ejemplo) o por mayoría cualificada (55% de los Estados que representen al
menos al 65% de la población en caso que voten una propuesta de la Comisión o
el 72% de los Estados y 65% de la población en votaciones que no procedas de
propuestas de la Comisión). Es decir, a lo que Europa obliga es lo que los
Estados han decidido, y si su política es conservadora es porque los Estados lo
son.
El capitalismo neoliberal hegemónico ha
generado las instituciones políticas que resultan más adecuadas a sus prácticas
a todas las escalas. Adaptó las instituciones de Bretton Woods otorgando al FMI
un papel claramente expoliador, incorporó otras nuevas a la UE después de
Maastricht como la Unión Monetaria, el Eurogrupo, el Mecanismo Europeo de
Estabilidad, y, por supuesto, los propios Estados acomodaron sus políticas a
través de las reformas que conocemos bien: reducción de la atención social,
precarización del mercado de trabajo y rebaja sustancial de los salarios,
privatización de los servicios públicos, recorte de libertades, etc. No son
reformas impuestas por Europa, sino por el capital financiero y sus prácticas
de acumulación que hoy prioriza la vía
de la “desposesión” a través de los mercados de valores desregularizados, de la
especulación, del endeudamiento, de la transferencia de recursos públicos. Si
el problema fuera las instituciones antidemocráticas de la UE, los países no
europeos no sufrirían los mismos ataques (piénsese en Latinoamérica) o, como
creen algunos, saliendo de la Unión se rompería el yugo. La realidad es que la
acumulación por desposesión supone la pérdida de legitimidad de los Estados y
de las principales instituciones europeas en tanto que aparecen como cómplices
visibles de sus prácticas predadoras. Por eso la democracia se convierte en una
caricatura de sí misma en todos los niveles. No puede haber un Plan B para
Europa partiendo de ese modelo neoliberal. No hay en qué apoyarle. Y, en mi
opinión, el capital tampoco puede regresar a su funcionamiento preneoliberal,
fordista y keynesiano. La enorme masa de liquidez que hoy se mueve en forma de
torbellino en el casino global (“bramando su sed de agua fresca” como diría
Marx), no encontraría lugar en donde valorarse como capital si se restringiese
dicho casino y se limitase su entrada en los últimos nichos que hoy persigue:
los servicios públicos: educación, sanidad, pensiones. El reformismo hoy
resulta aún menos creíble que la posibilidad de la revolución.
Es evidente que la desobediencia constituye
hoy el arma más eficaz contra los ataques desde las instituciones europeas e
internacionales (la troika). Pero ésta deben ejercerla los Estados y para ello
debemos cambiar dentro de ellos la correlación de fuerzas. Y no basta para ello
con ganar unas elecciones. Ya nos lo demostró el ejemplo griego. Alexis Tsipras
no tuvo el suficiente coraje para resistir la presión de la troika, no supo
aprovechar la auditoría de la deuda que demostraba la ilegitimidad de su mayor
parte, tuvo miedo de apoyarse en la resistencia de la calle. Su derrota supuso
una derrota para todas, pero no demuestró que no había otro camino.
Debemos conocer, claro, nuestras
limitaciones. Lo que nos encontramos, por ahora, en los diferentes países es
con movimientos aislados y con correlaciones de fuerza muy diferente en cada
lugar. En algunos casos, como sucede hoy en Francia, parecen avanzar hacia una
confluencia entre movimientos sociales y sindicales fraguada en el largo y
combativo conflicto contra la reforma laboral y los recortes. En España, aunque
debilitadas, las Marchas de la Dignidad han venido jugando un papel nada
desdeñable en cuanto a coordinación de movimientos, quizás sólo como expresión
simbólica de fuerza ya que no hemos sabido aprovechar las ocasiones para
organizar a partir de ello un movimiento político. Pero está claro que los
movimientos las reconocen, al contrario de lo que sucede con el Plan B,
desconocido para la mayor parte de la gente, y que incluso en el caso de que
quedase bien definido debería estar aún en fase de explicación, de propaganda.
No, desde luego, como objeto en sí de movilización, como parece haberse
pretendido con la convocatoria del 28 M.
Construir poder popular, claro que sí.
Pero organizando movimientos y coordinándolos, creando lazos entre los
movimientos dentro de los Estados y con los europeos. Más allá de la
repercusión mediática que proporcionó la presencia de eurodiputados, exministros
de finanzas, artistas e intelectuales, lo verdaderamente interesante de los
encuentros de Paris y Madrid debería haber sido el establecimiento de lazos
entre movimientos: la transmisión de experiencias, la posibilidad de abrir
contactos permanentes, el compromiso de establecer planes de actuación
coordinada contra el TTIP, las privatizaciones de servicios públicos, el cierre
de fronteras a los refugiados, las pensiones y tantas otras cosas que se
encuentran en la agenda de todos los movimientos. Tejer lazos y crear organización
de coordinación. Y por qué no, pensar la utopía de una Europa futura que
podríamos construir todas juntas.
[1] J-L. Mélenchon, S.
Fassina, Z. Konstantopoulus, Y. Varoufakis, O. Lafontaine, Por un Plan B en Europa. Attac España, 14 septiembre 2015.
[3] Varoufakis, Y. y Pisarello, G. (2016) Un plan para Europa. Barcelona: Icaria editorial.
[4] Cutillas, S. (2016): “La construcción de Europa: modelo
intergubernamental vs. Supranacional”. Viento Sur,
nº 144.
[5] Liberation, 2-2-2016.
[6] Brugmans, H. (1972): La idea
europea 1920-1970. Madrid: Editorial Moneda y Crédito, p. 297.
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