Mario
Martínez Zauner
Con mucha frecuencia nos
acostumbramos a las categorías asociadas a un determinado campo social, de tal
forma que dejamos de cuestionarlas o de analizar su impacto en los propósitos y
objetivos de los agentes que en él intervienen. En el caso de la memoria
histórica, esto sucede con la categoría de víctima, que por supuesto es
innegable para muchos individuos y colectivos, pero que podría no ser
afortunada para su devenir como tales.
De hecho, en este caso la
categoría de víctima es bastante cómoda para el poder, puesto que tiende a representar
a los agentes de la memoria como entes pasivos, sometidos, incluso humillados,
que se arrastran suplicando por una justicia negada desde el principio (¿y
hasta el final?) por la ley de amnistía de 1977. Si bien para otros colectivos
la categorización como víctimas ha resultado en un proceso social de
reconocimiento y reparación, en el caso de las del franquismo ese proceso no se
ha consumado ni política, ni judicial, ni institucionalmente.
Pero es que además, dicha
representación como víctimas olvida que el contenido de la memoria
antifranquista se caracteriza en gran medida por un pasado de lucha y
resistencia en distintos ámbitos, desde el maquis hasta las manifestaciones
estudiantiles, desde la prisión política hasta la lucha obrera y sindical. Aunque
no siempre la represión ejercida por la dictadura se debió a una oposición
frontal, sino simplemente a un castigo político basado en la limpieza del
cuerpo social en pos de un ideal nacional-católico (maestros republicanos,
pensadores de izquierda, bebés robados, etc.), gran parte del campo
memorialista sufrió violencia represiva por su valentía disidente y por un
carácter irredento frente al fascismo.
Víctimas del franquismo
hay muchas, y muy variadas, lo que explica que el movimiento de la memoria en
España no siempre haya logrado presentarse unitariamente. También es cierto que
para el sostenimiento de una querella judicial como la que se inició en
Argentina en 2010, esa figura de la víctima resulta esencial para dar
visibilidad a su contraparte: el asesino, el torturador, el carcelero o el
instigador político de la represión. Pero el carácter individual y diverso de
esas querellas, y el sufrimiento personal y particular de cada uno de los
querellantes, no debe ocultar el carácter social y sistemático de la represión,
ni debe olvidar la experiencia colectiva de resistencia que gran parte de la
población mostró frente a la dictadura.
Y es que la categoría de
víctima puede llegar a privatizar el sufrimiento, incitando relatos
individualizados del horror y rescatando con especial hincapié el trauma, sin
enfocar lo realmente valioso de aquella experiencia: la dignidad. Y con ella,
toda la solidaridad, la generosidad y la alegría compartida de aquellos que se
atrevieron a desafiar al Régimen, y que hoy en día siguen desafiando un relato
cómodo para el poder. De hecho, el carácter rebelde de los agentes de la
memoria es el que ha impulsado diversas acciones contra la impunidad: numerosas
querellas judiciales, algunas ya admitidas en España; distintas iniciativas
legislativas en contra de la ley de amnistía, paradójicamente bloqueadas por el
PSOE; la recuperación de cientos de cuerpos de fosas y cunetas, y la
construcción de memoriales en recuerdo de combatientes y luchadores
republicanos y antifranquistas; la exhumación del dictador y la retirada de
medallas a torturadores (todavía pendiente); la neutralización de una narrativa
que pretendía blanquear los últimos años de la dictadura, con la excusa del
desarrollismo; la presencia en el debate público del problema de la memoria y
la transición a la democracia en España; o las sucesivas declaraciones de
Naciones Unidas a favor de un proceso basado en la verdad, la justicia y la
reparación.
Pero a
pesar de estos logros y avances, dado el bloqueo político, institucional y
judicial a una solución justa para acabar con la impunidad del franquismo, cabe
pensar si la estrategia del movimiento memorialista ha sido la adecuada o
suficiente para derrotar la impunidad; o al menos, si en la actualidad no
requeriría de una renovación y un cambio de estrategia. Un ejemplo de ello es
la victoria social y cultural que ha obtenido, gracias al reconocimiento
nacional (premio Goya a mejor documental) e internacional, la maravillosa
película “El Silencio de Otros”, cuya grandeza reside en mostrar que no estamos
simplemente ante un problema de memoria “histórica”, sino que fundamentalmente
nos encontramos ante una memoria “viva”.
Durante
muchos años, la etiqueta de “histórica” aplicada a la memoria ha supuesto
encapsular una lucha actual por la justicia en un problema del pasado, y no del
presente. El adjetivo busca neutralizar esa memoria viva y activa, despojándola
de su potencial emancipatorio, y remitiéndola a un elemento pasivo al que se le
niega su capacidad de transformación en el presente. Mientras, desde la
academia se siguen formulando discursos vacíos (la memoria como “construcción
social”, y no como experiencia vivida) y en los medios de comunicación se
incita y manipula el impacto emocional, obviando la capacidad subversiva de un
relato de lucha incómodo para el estado actual de cosas.
Así que si
“El Silencio de Otros” ha obtenido una victoria cultural, todavía quedan
conquistas por lograr. Y es entonces cuando la batalla social y política demanda
otro tipo de figuras y discursos más allá de la víctima, y que podrían
resumirse con el título que Sartorius y Alfaya daban a su obra sobre el franquismo:
“La memoria insumisa”. Dado que el Estado y los poderes judiciales se han
desentendido de una verdadera política de reparación a las víctimas y de
castigo a los criminales que atentaron contra los derechos humanos en nuestro
país, el elemento pasivo y sufriente de la víctima del franquismo ha de dar
paso a una actitud abierta de rebeldía y confrontación contra el poder.
Además,
lo que realmente une a los distinto colectivos de la memoria en nuestro país no
es su condición de víctimas (puesto que cada una lo es a su manera y por causas
distintas), sino su condición de rebeldes frente a una situación de injusticia.
La memoria “viva” del antifranquismo ha de ser un dedo índice que señale al
poder y le exija despojarse de sus apariencias democráticas. Y a la vez ha de
exaltar los ideales de libertad, de paz, de riqueza cultural, de solidaridad
entre los pueblos, que permanecen aún vivos. Como en La Guerra de las Galaxias,
los rebeldes de la República se tienen que enfrentar contra la hegemonía del
Imperio, y contra el lado oscuro de nuestra democracia.
Y es esa
memoria nos recuerda no solo lo que pudo ser, sino ante todo, lo que todavía
puede ser. Si el futuro es la insistencia del presente en no dejar de pasar, el
pasado es la resistencia del presente a pasar por completo. Y de ese pasado
conviene rescatar el carácter irredento frente a la represión, la dignidad
sostenida frente a la infamia, y la alegría de saberse compañeros en una lucha
compartida. Por eso hemos de pedirle a los agentes de esa memoria que sean
capaz de dejar atrás sus diferencias, que logren sobreponerse a viejas
rencillas o a diferencias estratégicas, y nos demuestren toda su grandeza. Por
eso hemos de pedirles una vez más que nos cuenten cómo hicieron para mantenerse
en pie en épocas tan oscuras, para a su vez ser capaz de mantenernos en pie en
estos tiempos de nuevo oscuros. Y por eso hemos de pedirles que siga golpeando
al poder, que se rebelen una vez más y que no desistan en su lucha. Que lo que
reúna a los que recuerdan no sea tanto la tristeza y el dolor compartidos, como
el carácter insumiso de una memoria cargada de potencia para el futuro.
Porque al
fin y al cabo, todos ellos son, cada uno a su manera, rebeldes por la memoria.
Mario Martínez Zauner (1983) es
doctor en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid. Autor
del libro, Presos contra Franco, Ed, Galaxia Gutenberg
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