(http://zoozobra.com/reflexiones-de-una-librera/)
Trabajar
en una librería es un estrés («sí, seguro», dirán algunos que me estén
leyendo). La falta de personal hace que termines encargándote de todo: que si
las dudas de los clientes, que si contestar al teléfono, que si la caja, que si
las devoluciones, que si los cambios de precio, que si salir a recoger los
pedidos…tienes que ser un mozo de almacén con una eterna sonrisa en la cara,
presentable y que entienda de los productos que vende (que no solamente son
libros, claro): todo en uno.
Pero
no estoy aquí para quejarme, sino para realizar una exaltación de los libros.
Los libros lo son todo en mi vida desde que tengo uso de razón, y ni siquiera
la entrada del fascinante mundo digital pudo romper con eso. Si los e-readers no están
siguiendo la estela de sus paisanos electrónicos no es por casualidad: nada
puede suplir el olor de un libro de papel, una portada vistosa y la
satisfacción de llegar a la última página y cerrar el tomo. Pero no: tampoco
estoy aquí para criticar los libros digitales.
Exiliada
de mi país, como muchos otros, terminé trabajando en una librería por pura
casualidad. Y si en España ser un ávido comprador (que no lector) de novelas es
algo en peligro de extinción, uno de los placeres que me proporciona mi actual
trabajo es ser testigo de cuántas personas compran libros a diario. Será que
aquí son mucho más baratos (encuentras cualquier novela a 7-8 libras), que hay
muchas ofertas del tipo «compra uno y llévate el segundo a mitad de precio» o
que el clima lluvioso acompaña, pero lo cierto es que la gente lee más. Y me
refiero a gente de todas las edades, no solo a la típica abuela que viene los
domingos a llevarse el periódico y de paso se pilla la oferta de la semana con
el cupón que viene en la contraportada: me refiero a niños de 8-10 años que
compran compulsivamente series de autores infantiles como Rick Riordan, Robert
Muchamore, Michael Morpurgo, y a jovencitas (uy, ¿he dicho esa palabra? Ya me
estoy haciendo mayor) que rastrean las estanterías en busca de las
recomendaciones de Zoe Sugg (una célebre bloguera británica) y se llevan
novelas que no solo versan sobre los primeros amores juveniles, sino también de
temas más peliagudos como el suicidio, las sectas o el acoso escolar.
Tenemos
a las (y LOS, que también los hay) fieles lectoras que se llevan sus tomos
semanales de Mills & Boon (la «Harlequín» británica), hombres que leen todo
lo que publica James Patterson y gente de mediana edad que busca respuesta a
los enigmas de la existencia en las obras de Yuval Noah Harari. Los hay que
compran un libro; otros se emocionan y se llevan directamente tres. Y sí, la
sección digital (de la que también me encargo) sigue triunfando con sus
productos de última generación y sus auriculares sin cable (no digo wireless para no incurrir
en más anglicismos), pero no es la prioridad absoluta, y eso es algo que me
enorgullece, porque me hace ver que la gente no ha olvidado la lectura: que si
parece que hay menos lectores no es porque los videojuegos o el cine hayan
tomado posesión de nuestros sentidos y nuestro cerebro, en su comodidad, haya
perdido el gusto por imaginar personajes o situaciones a partir de
descripciones. Tal vez se deba, simplemente, a que los precios son más
competentes. Y así ganan todos: clientes, escritores y editoriales.
Pero
no: éste tampoco es un artículo para criticar a España, sino para señalar algo
que me toca de cerca. Ojalá que «los que mandan» se apliquen el cuento.
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