(Albert Walden)
Existen ciertas palabras
destinadas a representar inacabables desarrollos teóricos, analíticos,
pragmáticos, etc., en las más diversas disciplinas del conocimiento social o de
la acción política, e incluso - y esto
es lo más general - pueden llegar a
contener el patrimonio afectivo y
emocional del sentido de pertenencia. Normalmente estos tipos de conceptos
hacen referencia a incuestionables principios que son aceptados con un apriorismo
consensual que llega a ser muchas veces saturante para la propia autonomía
reflexiva del individuo. Su cuestionamiento y, algunas veces, su crítica
pueden acarrear curiosas
descalificaciones, fóbicas hostilidades o acusadoras anatemizaciones que probablemente
conllevarán la condena al ostracismo en
el “lado oscuro” de la opinión pública de turno. Demostraciones todas de que tales conceptos,
ideas, teorías o simplemente pareceres dividen el mundo entre “lo bueno” y lo
peor que lo malo, visión demasiado torpe para que eso suceda así realmente.
Más allá de sus ventajas y
defectos - cuestiones ambas coyunturales y dinámicas -el ordenamiento social
que se da en nombrar democracia es una de esas palabras a las que me quiero
referir, otras bien pudieran ser fe, patria, raza, religión, libertad, etc.
Cuando uno mismo confiesa
públicamente, no solamente su impiedad democrática, sino sus aporías respecto a
las virtudes que dice representar dicho sistema de dominio, a demasiados les
parece que más que estar intentando desarrollar una refutación respecto a ella,
está - un servidor - haciendo una declaración de afinidad “dictatorializadora”,
debe ser por aquello de la asociación automática de conceptos, generalidades y
miedos; una especie de “re-totum revolutum” donde la democracia - cual un nuevo
Godot - lo naturalizara todo finalmente y todo lo hiciera entrañablemente
cotidiano y aguardable.
Sí, la afirmación de declararse
no demócrata provoca en muchos la mismita reacción que provocaba en otros, hace
no demasiados años, manifestar una vocación ateísta; el asombro, el espanto o
hasta la deducción inmediata de una perversión intrínseca afloran ahora igual
que afloraban antaño en esa pregunta retomada entre inquiridora, despreciativa
y precontestada del ¿Entonces tú que coño eres, en que crees?
Bueno, afortunadamente – de igual
modo que existen para cualquier creencia en palabra revelada inacabables
alternativas donde depositar no solo la fe, sino también la razón adoctrinada -
para abordar las virtudes y vergüenzas de algo tan holístico como quiere ser la
democracia - al margen de su autohomologación exclusiva como contrapunto a la
cruel historia del instinto de dominio social – existe aún la capacidad de
reflexión, comunicación y crítica que
puede desarrollar el individuo en su relación con otros.
Dialécticas fundamentales como el
desasosiego ético, la medida epistemológica,
el compromiso de la justicia; en fin, aquellas cuestiones que en puridad
no se deberían estandarizar, ni especializar (sic) en el individuo, se hacen
impregnar de sentido democrático para así homologar su pedigrí en una especie de placebo político que – como
ya digo – se obsesiona con el proselitismo.
Las democracias avanzadas del
todocapitalismo triunfante, las perfeccionadas democracias behavioristas estructuradas en torno al ideal
publicitario del bienestar-felicidad; las novísimas democracias tecnoshow; las
garantistas que garantizan la pasividad de los mansos participantes, o
cualquier otra que la imaginación estratégica pueda ofertar fueron descubiertas
al fin por el despotilla, otrora cortacabezas, y curiosamente nimbado ahora con
el carisma de la credibilidad mediática; nuevos tiempos, nuevos líderes.
Luego están esas
cuasidemocracias, en muchos casos aliadas y patrocinadas por las anteriores que
requieren unas tragaderas más amplías
para ser justificadas por los teóricos panegiristas del absoluto democrático,
esas vinculadas furtivamente a los intereses de los bloques hegemónicos.
Otra duda que siempre me ronda es
aquella de que ¿la democracia trae la
prosperidad económica? o ¿es la prosperidad la que permite regímenes mas
tolerantes?, cuestión esta que se puede responder con el argumento de que la
relación entre ambas situaciones es una correlación de retroalimentación
sinérgica; aunque esto parezca una posibilidad real a mi me parece algo
excesivamente teórico, y cierto en pocos casos históricos; frustrante, pues si
al fin de cuentas todo es una cuestión de nivel de vida, su cuerpo teórico es
puro diletantismo.
De todos modos, yo personalmente
me conformaría con un ordenamiento social que garantizara los derechos
individuales y colectivos fundamentales, la dignidad de todas las personas, que
respetara la oportunidad del individuo en su pugna con la masa, que lo
garantizara de una manera inalienable, y no como mera declaración de
intenciones constitucionales sujeta al devenir de ciertos imperativos
categóricos; dejando la cuestión de mi libertad o de mi esclavitud a mi
consideración ética y personal.
Podría seguir con la reflexión, pues
como apunté al principio ninguna afirmación se puede dar nunca por concluida,
pero de momento sirve con lo conjeturado; aunque siempre quedará aquella
fórmula recurrente y estéril que mantiene que la democracia es lo menos malo
conocido, y el ánimo voluntarioso de hacer esta
día a día.
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