miércoles, 11 de octubre de 2017

ESTEPAR: MEMORIA DEL HORROR

Ignacio Fernández de Mata

1.    Estépar, símbolo del horror.
Todas las ciudades y pueblos de España tienen una geografía del horror relacionada con la guerra civil de 1936, lugares de muerte y terror cuyos nombres condensan todo el sentido de inhumanidad, crueldad… y vergüenza histórica. En estos espacios, a pesar de las décadas transcurridas y del esfuerzo negacionista de la dictadura, parecen seguir escuchándose los últimos ecos de las detenciones y torturas, de los paseos vejatorios, del motor de los camiones asesinos, de las descargas de fusilería…
Estépar, como La Brújula, La Pedraja, Villamayor de los Montes… forman parte de la macabra lista de espacios vinculados al exterminio en Burgos. Un exterminio que, como sabemos hoy gracias al desarrollo de tantos estudios de ámbito local a lo largo y ancho de toda España, estaba diseñado con toda frialdad y voluntad.
La sublevación del 17 y 18 de julio de 1936 tuvo por objetivo inmediato acabar con los contrarios ideológicos, con todos aquellos que, desde el conservadurismo y clasismo más intolerante,desde el militarismo y fascismo, desdela Iglesia más integrista, eran vistos como unaamenaza a sus privilegios y formas de vida. El frustrado golpe de Estado cumplió a rajatabla las directrices secretas del general Mola: la eliminación de todos los que habían mostrado militancia, compromiso o simpatía con ideologías de izquierdas, tanto a nivel político como sindical. Esos son quienes fueron inmediatamente detenidos en todos los pueblos y ciudades, torturados, paseados y sacados, asesinados,siempre bajo la meticulosa autoridad militar, especialmente, durante el terrible verano de 1936. La elección de aquellas personas no fue casual, ni se debió a rencillas entre vecinos. Fue una auténtica limpieza ideológica.

A poco que se analicen los datos, encontramos una perfecta organización logística de tipo militar que ha calculado sobre el mapa la distancia y tiempo necesarios para salir de madrugada del penal con las camionetas cargadas de personas, llegar hasta lugares relativamente remotos y escondidos, asesinar y enterrar a quienes llevaban presos, y volver a la ciudad antes de que amaneciera. Estépar, La Brújula, La Pedraja, Villamayor de los Montes… todos ellos se encuentran situados en un radio de +/- 30 km de distancia de la Prisión, lo que permitía llevar a cabo las tareas asesinas según el programa prefijado: matar y negar que aquello estuviera sucediendo. Matar y borrar los rastros documentales falsificando los expedientes carcelarios con supuestos traslados o puestas en libertad… Matar y ocultar.
Por la conjunción de datos recopilados, tanto de fuentes documentales como orales, sabemos que previamente, solía desplazarse un retén del ejército a estas zonas apartadas para trazar las fosas que serían utilizadas más tarde. Así nos lo han relatado vecinos ancianos de la comarca que veían pasar los camiones a media tarde y cavar, para volver de nuevo de madrugada, cuando se levantaban los jornaleros para segar y acarrear el trigo. Entonces era cuando veían los fogonazos y oían los disparos asesinos. Así a lo largo de todo el mes de agosto y septiembre.
El ancho y largo regular de las fosas de Estépar, su ubicación y distribución, no fueron casuales sino fruto de una perfecta planificación militar.
El nombre de Estépar ha sido en Burgos el que expresaba de forma más rotunda el horror de la represión franquista, de la impotencia y terror de la población declarada “no afecta”. A pesar de la pretensión de los militares, la tarea de matar a miles de seres humanos no puede ser ejecutada sin dejar rastro. Las familias, los amigos, las comunidades sabían de la desaparición de estas personas, vivieron con horror el conocimiento de su repentina ausencia y precarización de sus vidas mientras experimentaban el desprecio e insolidaridad de muchos de sus vecinos y conocidos.
En Burgos se ha oído durante décadas frases como “el padre/abuelo de fulanito, está en Estépar”. Una frase simple, neutra, engañosa… que en el uso del presente verbal —ese “está”— congela y condensa toda la experiencia del horror, la violencia y la muerte desencadenada por los sublevados en 1936.Un “estar” inmutable, congelado, como si se tratara de una maldición mitológica, permanente. Y que, en parte se ha cumplido, pues aquella violencia y oprobios desatados en 1936 han durado, en muchos casos, hasta el presente. Estépar, destino de cientos de personas de la ciudad y de la provincia, ha sido en el caso de Burgos, el símbolo potente de aquella injusticia, de la carnicería más terrible y traumática que hemos vivido como sociedad. A través de frases como aquella se ha dicho todo: que era una familia bajo sospecha, que cuidado con estos, que no son de los nuestros… Muchas personas no solo sufrieron unas condiciones de vida injustas y terribles, sino además una sombra permanente que duró, al menos, lo que la dictadura.
A pesar de los esfuerzos hechos por el régimen franquista y sus convencidos seguidores, en la memoria colectiva burgalesa existe la convicción de que espacios como el de Estépar, acogen a los mejores de una época, a los miles de personas comprometidas en su tiempo con la reforma y modernización de su país —tantos alcaldes y concejales—, de las condiciones laborales —caso de los sindicalistas, de los miembros de las Casas del Pueblo—, comprometidos con el desarrollo cultural, la alfabetización y educación —tantos maestros y maestras, escritores, artistas, músicos, periodistas…—. Del nombre de Estépar emana un capital simbólico del país que pudo ser aquella España frustrada por la guerra, de los anhelos y deseos que hemos podido recuperar solo tras la muerte del dictador.
2.    La condición de las víctimas.
Me gustaría llamar la atención, brevemente, sobre la condición de las víctimas, que no son únicamente aquellos que han sido exhumados, sino, especialmente, de sus familias.
En un país aún pendiente de encarar los legados y pervivencias de la dictadura, necesitado de una profunda desfranquistización, la condición de víctima para quienes sufrieron muerte, persecución y represión por parte del régimen, ha venido siendo injustamente negada y discutida.
Las familias afectadas por estas terribles pérdidas humanas, por la estigmatización de ser rojos, enemigos, perdedores de la guerra,encararon unas miserables condiciones de vida en sus comunidades y pueblos, en sus barrios. Sufrieron un fortísimo empobrecimientocon la eliminación de tantos cabeza de familia —sin certificados de defunción, con lo que las no-viudasno tenían capacidad para gestionar ningún bien a nombre de sus difuntos—; situación de indefensión agravada por las multas, incautaciones y robos de sus propiedades; a lo que se sumó la limitación permanente de su supervivencia al ser declarados “no afectos”, o lo que es lo mismo, privados de apoyos o avales oficiales que les permitiera acceder a ciertos trabajos o destinos o mínimos beneficios.
Esto solo es, por así decirlo, la parte más superficial de su drama. Lo peor fue la negación completa de su desolación, prohibiéndoseles expresar su dolor —ni de luto podían vestir—, negándoseles cualquier consuelo simbólico y espiritual, la posibilidad de visitar los enterramientos, más todos los conflictos derivados de la inconclusión de ritos y cierres de duelos.
En razón de tales angustias y conflictos, muchas de estas gentes desaparecieron de sus comunidades, se desplazaron a otras ciudades buscando un mínimo alivio a sus condiciones de vida y a su pesar. Esa diáspora del sufrimiento complica a veces las exhumaciones de sitios como Estépar, donde puede resultar muy difícil localizar a algunas de estas familias…
3.- Un trabajo no solo para las familias, sino para la sociedad
Tareas como las exhumaciones atienden, en primer lugar, al drama y sufrimiento de las familias de las víctimas, a quienes se trata de ayudar recuperando los restos para su reinhumación, a cerrar sus duelos y los conflictos que han arrastrado durante décadas. Pero no debemos equivocarnos, estas tareas son también una inversión social necesaria. A través del conocimiento de estas exhumaciones, de las biografías e historia de quienes fueron asesinados, de las condiciones de vida y dramas de las familias de los asesinados, nos vemos obligados como sociedad a encarar la fealdad y vergüenza de nuestra historia. Solo así podemos madurar como sociedad. Solo así podremos ser una auténtica comunidad integradora de todos. Solo así los perseguidos, los perdedores y derrotados volverán a estar entre nosotros, en nuestra memoria. Eso servirá para que valoremos lo que significa la libertad, el valor de la vida, el derecho a pensar como cada uno quiera, la importancia de reconocer y apreciar la diversidad y la diferencia, el auténtico sentido de la convivencia democrática.
Exhumar, recuperar la llamada memoria histórica, es un deber que tenemos como sociedad para construir la tan necesaria memoria democrática. Cuidar de las víctimas, acompañarlas y resolver sus conflictos es un deber de todos, de nuestras instituciones y ciudadanos. Este de hoy es un paso más en esa dirección, pero debe seguir siendo una exigencia ética y política. Con los actos de esta tarde en Estépar, en el monte y en el cementerio, se produce un cierre a medias de este problema, en algunos casos nada menor si sirve para que las familias concluyas sus duelos inconclusos. Pero esto no debe generar ningún tipo de olvido social. Los espacios de las fosas, los distintos lugares vinculados a la represión y horror vividos durante la guerra civil y el franquismo deben quedar como espacios públicos de memorización, como lugares de memoria, un patrimonio nacional que nos obligue a asumir nuestro compromiso y responsabilidad con un pasado todavía vivo entre nosotros. Solo así creceremos como sociedad comprometida con la libertad y los derechos humanos.
Esto debemos hacerlo de la mano de las víctimas, de sus familias, y del conocimiento fiel de lo sucedido. La sociedad sigue en deuda con todas las familias de los desaparecidos, asesinados y perseguidos por el franquismo. Les debemos la reparación de su sufrimiento, justicia por los crímenes, y el reconocimiento de su experiencia como recordatorio de lo suponen las políticas del odio y la intolerancia.
Ignacio Fernández de Mata es profesor de Antropología Social de la Universidad de Burgos. Investigador de la Memoria Histórica, es autor del libro Lloros vueltos puños. El conflicto de los ‘desaparecidos’ y vencidos de la Guerra Civil española (Ed. Comares, 2016). Contacto: igfernan@ubu.es

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