ALEMANIA
1919, EL SOL Y LAS ESTRELLAS
Jesús Rodríguez (La Comuna)
“El
aniquilamiento de los espartaquistas es un acto de salud pública que teníamos
que cumplir ante nuestro pueblo y ante la historia” (Philipp Scheidemann,
16/01/1919)
A
pesar de lo que pudiera parecer, quien dijo estas palabras no fue un general de
la guardia prusiana sino uno de los máximos dirigentes del partido
socialdemócrata alemán. Entre los espartaquistas (socialistas de
izquierda) (1) “aniquilados” estaban los dos máximos dirigentes del recién
constituido Partido Comunista de Alemania (KPD), Rosa Luxemburg y Karl
Liebknecht, que habían sido asesinados, el día 15 de enero de 1919, por las
fuerzas paramilitares (Freikorps) movilizadas por el gobierno que
presidía el socialdemócrata Friedrich Ebert.
La
primera guerra mundial había terminado el 11 de noviembre de 1918, después de
que una revolución popular hubiera derribado la monarquía del kaiser Guillermo
II. El imperio germánico y sus aliados habían sido derrotados por la Entente
(Inglaterra, Francia, Estados Unidos e Italia) y las fuerzas reaccionarias de
la Alemania imperial habían empujado a la socialdemocracia para instaurar un
gobierno que cambiase lo imprescindible para que lo fundamental pudiera
permanecer.
Conservaron
el cuerpo de oficiales del ejército imperial, con todas sus atribuciones y
privilegios, también conservaron el sistema judicial con todos sus jueces
reaccionarios, los cuerpos policiales y toda la burocracia imperial. La élite
académica también se conservó intacta. Y, por encima de todo, se conservaron
intactas la oligarquía económica y empresarial y la cúpula militar que habían
arrastrado el país al que hasta ese momento era el mayor desastre de su
historia (Hitler lo superaría, a pesar de que el listón estaba muy alto).
Está
bien documentado (2) que aquellos socialistas (a pesar de su programa
teóricamente republicano) habrían deseado incluso conservar la monarquía (en
forma “constitucional”) pero no tuvieron más remedio que proclamar la república
movidos por el miedo a que estallase una revolución social.
O
sea que, en Alemania al terminar la guerra, no hubo en realidad una ruptura, ni
un cambio social, ni se llevó a cabo depuración alguna, ni se pidieron
responsabilidades por los desastres de la guerra y la represión política que la
acompañó (quienes se habían movilizado a favor de la paz y en contra de la
guerra, como Liebknecht y Rosa Luxemburg, habían sido encarcelados).
La
verdad es que todo esto nos resulta conocido.
Más
de dos millones de soldados alemanes habían muerto en los combates militares y
un número incalculable de civiles (probablemente aún mayor) como consecuencia
del hambre y las enfermedades derivadas de la miseria que acompañó aquella
guerra.
Al
terminar la guerra las clases trabajadoras de Alemania sentían una enorme
necesidad de cambio y ruptura con el sistema imperial, responsable de la guerra
y la opresión política y social, y una parte del partido socialdemócrata se
constituyó como partido comunista y encabezó la protesta y la movilización social.
El
enfrentamiento era inevitable, y tuvo lugar en el mes de enero de 1919. El
partido socialista gobernante movilizó a las milicias paramilitares del Freikorps,
que más tarde serían el embrión de los “camisas pardas” (SA) del partido nazi,
para aplastar la revolución social. Los socialdemócratas Ebert, Scheidemann y
Noske (este último, el comandante de las fuerzas militares y paramilitares) se
cubrieron de gloria “aniquilando” a los militantes espartaquistas y
consolidaron el militarismo reaccionario alemán, blanqueado en forma de
república, como el sistema dominante que gobernó Alemania entre las dos guerras
mundiales.
Ya
sabemos cómo terminó todo aquello. El nazismo fue el producto de una semilla
que los socialdemócratas gobernantes habían plantado con la consolidación del
militarismo y los crímenes que se cometieron aquel mes de enero en Berlín. Los
alemanes empezaron a cosechar sus frutos en 1933 y el mundo entero los cosechó
a partir de 1939, con el mayor holocausto de la historia mundial.
A
nosotros la preservación y el blanqueo de todo el sistema de la Alemania
imperial nos resulta familiar. En España vivimos algo parecido al final de la
dictadura franquista y las consecuencias (políticas, económicas, judiciales y
sociales) las seguimos sufriendo en el día de hoy.
Rosa Luxemburg, Liebknecht y los miles de luchadores, que
fueron asesinados en aquellos días y en las luchas sociales de los años
siguientes, tienen mucho en común con todas las víctimas de nuestra “transición
española”: la resistencia a aceptar la continuidad encubierta de un sistema
económico, político y social represivo e injusto y la lucha por construir una
sociedad más justa y más libre.
Liebknecht
contestó a un amigo, que le recomendaba prudencia para preservar su vida, con
unas palabras del poeta Eurípides: “no ames demasiado el sol, ni demasiado
tampoco las estrellas….”
Rosa
Luxemburg, la más brillante teórica del socialismo marxista alemán, luchadora
infatigable por el socialismo y la liberación de los oprimidos, y Karl
Liebknecht, el más valiente de los socialistas que lucharon contra la barbarie
de la guerra (el único diputado que se atrevió a votar contra el presupuesto de
guerra en el Reichstag) dieron su vida por construir un mundo más justo, en el
que los derechos políticos y sociales fueran reales y efectivos para todas las
personas.
Según
las palabras de Rosa Luxemburg, que han pasado a la historia: “por un mundo en
el que seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres”.
Palabras
muy hermosas que suscribimos en su totalidad, cuando se cumplen cien años de su
muerte, al dedicarles un recuerdo emocionado a ellos y a todos los militantes
anónimos que murieron junto a ellos luchando por un mundo mejor.
1/
Las “Cartas de Espartaco” eran los escritos antibelicistas que Liebknecht había
publicado durante la guerra, burlando la censura.
2/
Stevenson, D.: 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial.
(Penguin, Barcelona, 2013) p. 641.
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