jueves, 8 de diciembre de 2016

PEQUEÑA HISTORIA DE LA LLAMADA ACRACIA. Antonio Pérez



(…) ¿Por qué es desconocida la sublevación de los estudiantes ácratas que estalló en el Madrid del año 1967? ¿Quizá porque se adelantó al Mayo del 68 francés en sus planteamientos teóricos e incluso, salvando las distancias, en sus travesuras prácticas? Pudiera ser, pero más bien sostengo que la causa primera de su ninguneo hay que buscarla en la censura que tirios y troyanos perpetran contra todo lo que huela a anarquismo.
(…) los dos trabajos que siguen (…)  informan desde un punto de vista marginado sobre unos hechos desconocidos que más de uno conceptuará como irrelevantes pero que, para empezar, están en la raíz de la contemporaneidad —o en las antípodas de la posmodernidad— y, para terminar, revolucionaron las relaciones intelectuales aunque, justo es señalarlo, al elevado precio que hubieron de pagar sus galanas y galanes, actrices y actores radicalmente hedonistas sin la menor afición al sacrificio, pero que, con harta coherencia, sentían aún menor apego por la alienada —hoy, tolerada— supervivencia que les ofrecía la injusta sociedad de entonces. Que es, básicamente, la misma sociedad de ahora.
Pequeña historia de la llamada Acracia
Estas veinte mil palabras fueron escritas en Madrid. El abajo firmante, por entonces exiliado en Francia, había cruzado clandestinamente la frontera. Venía de participar en el Mayo del 68, no como espectador sino como activista inmerso de hoz y coz; es decir, peleando a diario tanto contra los CRS —antidisturbios— como contra los intrigantes y matones del Partido Comunista, francés y/o español. En París, habíamos comprobado que, en la revuelta callejera, los españoles estábamos infinitamente más adiestrados que nuestros amigos franceses, lo cual nos llevó a colegir que la democracia europea era muy frágil puesto que, a las primeras de cambio, el Estado presidido por De Gaulle —un general— recurría a una represión “a la franquista”’ que los españolitos exiliados conocíamos demasiado bien.
Escondido en sucesivas casas de amigos, el terror franquista y/o la prudencia me aconsejaban no aparecer por los lugares frecuentados por los estudiantes revoltosos —y por los confidentes—. Mis colegas ácratas estaban presos o fugados por los rincones de España. Yo estaba en busca y captura. Sujeto a las desagradables condiciones que impone la clandestinidad pero munido de un buen archivo de los panfletos y documentos que había generado la Acracia universitaria, ¿qué podía hacer sino escribir sobre lo que tenía fresco en la memoria?
A la hora de redactar, la primera opción a considerar giraba alrededor del término “ácratas”. Como se insinúa en el título —… la llamada Acracia—, nosotros no queríamos nombre alguno. Argumentábamos que, si hubiéramos sido obreros en el siglo XIX, hubiéramos sido “anarquistas”… pero éramos pequeños burgueses del siglo XX. En esta tesitura, al final no opusimos mayor resistencia a ser marcados con una etiqueta que fue corriente en tiempos menos monárquicos pero que, a finales del siglo XX, había caído en desuso.
Por otra parte, conste que nunca pretendimos ser originales sino todo lo contrario: dicho en expresión atribuida a Newton, nos sabíamos “enanos a hombros de gigantes”. Nos reconocíamos herederos de aquellos proto-egipcios que, circa 1.750 antes de nuestra era, se negaron a seguir construyendo esos infames mamotretos que son las pirámides. Y todavía hoy nos lamentamos de que la historia de Occidente no comience hace cuatro milenios con las primeras grandes rebeliones de las que se tiene constancia escrita sino con la interminable lista de los genocidas coronados.
El segundo punto a subrayar consistía en dejar claro que los ácratas no teníamos ningún contacto con los anarcosindicalistas del exilio, lo cual era cierto porque conocíamos varias capitales europeas pero no Toulouse ni siquiera Perpiñán. Pero, además de manifestar la verdad, en aquel otoño de 1968 era necesario no dar oportunidad a los jueces para que, so pretexto de que estaban confabulados con el terrorismo internacional, aumentaran el castigo a nuestros compañeros presos y/o procesados.
En suma, precauciones de toda laya —léase, autocensura— permearon la redacción del manuscrito. De ahí que no aparezcan los nombres de ninguno de los ácratas. Por elemental precaución, sólo aparecen las señas de algunos pocos estudiantes —no necesariamente ácratas— pero siempre en relación con incidentes de poca monta que habían sido aireados por la prensa franquista. De haber comenzado la redacción escasos meses más tarde, hubiera podido incluir las identidades de nuestros primeros muertos. 
En la edad del pasquín
Estas treinta y cinco mil palabras tienen una edad menos provecta que la Pequeña historia... Son cosecha del año 2012 (…) no me pareció elegante subrayar el papel de la Acracia. Pero algunos pormenores acráticos se deslizan entre las líneas de esta ponencia porque la cabra siempre tira al monte. En todo caso, si alguien quiere abundar en los detalles del parto con dolor pero autónomo de la acracia universitaria madrileña, puede estudiarlos en una obra dos años más reciente que esta Edad del pasquín: léanse las ciento treinta y cuatro páginas de 1968. El año sublime de la Acracia de Miguel Amorós (Bilbao, Muturreko Burutazioak, 2014).
Coda
Finiquitado Franco, me dio por colegir que un ácrata debía continuar la pelea acompañando a aquellos que, por definición, tienen menos Poder: los pueblos indígenas. En consecuencia, desde el año 1976 hasta la fecha, me he dedicado a estudiarles desde la antropología más ortodoxa y también desde el indigenismo. En ambas vertientes, he vuelto a tropezar con detritus del remoto pasado universitario puesto que mis peores enemigos han sido aquellos españolazos que ahora se las dan de revoltosos pero que, en el 1968, no se atrevieron a salir del Alma Mater sino que se abismaron en ella al precio consabido —lamer el culo a los mandarines franquistas—. Por fortuna, tanto los indígenas como la mejor parte del gremio antropológico me acogieron con los brazos abiertos.
En cuanto a la política española, sólo volví al activismo para hacer campaña contra la OTAN en el referéndum que nos falsificó el enemigo interno —la socialdemocracia—. Pero conste en acta que ni siquiera en esa ocasión me signifiqué bajo ninguna bandera. Hice como siempre, pues nunca tuve carnet de nada. Y así sigo, sin compadre ni partido ni sindicato ni perrito que me ladre. Cómoda o incómoda posición conservada a ultranza aunque sólo sirva para que el siguiente párrafo de la “Pequeña historia” pueda leerse como premonitorio:
Radicalizando hasta la exasperación a ciertas minorías, los estudiantes comprometidos encontrarían tras graduarse —suponiendo que lo hicieran— tales dificultades policíaco-técnico-sociales para conseguir un puesto en el sistema que forzosamente vendrían a constituirse en clase marginada pero activa. 
Para que no se pudiera decir que fui pésimo profeta o por pura frivolidad, me apliqué el cuento y, desde hace décadas, pertenezco a la “clase marginada pero activa”. ¡Y a mucha honra!
Postmetropolis Editorial, 2016, 143 Págs. www.postmetropolis.com

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