miércoles, 15 de febrero de 2017

LA LARGA SOMBRA DEL DIECINUEVE ESPAÑOL (Síntomas)



Albert Walden

Siempre me ha parecido que el penúltimo siglo español compendia como pocos la ilustración del “problema” de España en su conjunto, más incluso que la historia - aún casi contemporánea - del veinte; principalmente porque visto este último en perspectiva, ha tenido la pinta de haber sido sólo una mera prolongación del anterior.
El diecinueve español tuvo un carácter oscuro en el que las nuevas corrientes de pensamiento que posibilitaron el afianzamiento del estado moderno, aquí apenas enraizaron; un tradicionalismo inquebrantable donde el “Regeneracionismo” (siempre pendiente) o el “Reformismo” (recurrente argumento en política) se han ido dejando la piel a tiras; y donde, por supuesto, todo ensayo “Rupturista” o “Revolucionario” ha sido estrangulado sin misericordia.

 Por ello, la esperanza liberal del pronunciamiento o la razón progresista de la levita se fueron diluyendo entre la antigua alianza sagrada de “Trono y Altar” y el intersecular grito absolutista del “¡Vivan las caenas!”. Fue el siglo de los constitucionalismos de minorías liberales que chocaban con la amplia base del resignado fatalismo ruralo con la jactancia de un casticismo hidalgón en el que el “ardor guerrero” que siempre se consideró - y aún se alega - ungido para un destino excepcional, apenas podía mostrar más que “desastres” de puertas afuera y carnicerías civiles de puertas adentro. 
Pensadores como J. Ortega y Gasset en sus reflexiones, condicionadas – pienso yo - por esas circunstancias vernáculas, en el libro “España invertebrada” escribió: “Medítese un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes, de genialidad, de vital energía que es preciso acumular para poner en pie un buen ejército. ¿Cómo negarse a ver en ello una de las creaciones más maravillosas de la espiritualidad humana? La fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual”.
Este artículo “Nación y ejército” del año 1922 agregado al susodicho libro, ilustra la profunda penetración de la continuación en la centuria del novecientos de un destilado demencial y antológicamente abyecto que en la del ochocientos se singularizó como seña de identidad muy propia, y de la impotencia ante ello – incluso - de mentes admirables. ¿Es que el ilustre pensador no tenía reciente aún en su memoria (la renuncia a la inteligencia hace que tampoco haya memoria) las fotografías con el reguero de cadáveres putrefactos de soldados españoles en “Monte Arruit”? ¿Fue una “fuerza espiritual” lo que llevo a esos soldados de leva a podrirse entre moscas  rifeñas, o fue la ineptitud y la incapacidad organizativa  de los “elegidos” a encarnar en el ejército y en la política los valores de la patria la causa de ello, en curioso contraste – por otra parte - con la habilidad  y la maña mostradas en tratar de ocultar sus miserias después?
Conectando de paso los modos y maneras de entonces con los de la máxima contemporaneidad de ahora, (ver sobre el “Expediente Picasso” y sus informes “perdidos”. Situación análoga en la que se encuentran los contratos del Yak 42 hoy).
Tampoco debía tener muy presente en la memoria el pensador las recientes gestas de “genialidad”  que en el “Somme”, en el “Marne” o en “Verdún” acontecieron en  nombre de valores iguales o parecidos a los que sus argumentaciones afirmaban, (quiero recordar la clara diferencia entre el acto propio de reflexionar y  el de argumentar, muchas veces nos pasa que lo uno antagoniza con lo otro).   
Quizá, por eso el diecinueve español – época de decadencia por antonomasia - tuvo que radicalizarse en lo espiritual por su miseria en lo social, y de paso parió al veinte abortándolo entre los resecos cueros de una madre momificada. Centuria que continuó tratando de hallar en la arrogancia de sus  enranciados blasones lo que se perdió en cada reafirmación contrarreformista de su fervor espiritual hasta que consumió, no sólo su horizonte colonial, sino también su patrimonio humano.

El temple del consagrado imperio que se lanzó al mundo creyendo -sin atisbo de duda - que este ya estaba explicado, por lo cual, sólo su conquista lo acabaría de completar para ofrendarlo a su “señor creador”, era del mismo genio  que se preguntaba  porqué el pensamiento seguía insistiendo, e incluso existiendo, si la verdad ya estaba revelada, dejando así cuajado o mejor, “atado y bien atado” todo el bagaje intelectual que la patria necesitaba. Quizá sea por eso que el aterrador “¡muera la inteligencia”! e incluso, su puntualización pemaniana de “la mala inteligencia”, no haya supuesto nunca mucho problema aquí; ni cuando por fin la democracia “advino”  sirvió para algo más que para que el otrora súbdito, investido ya de cualidad ciudadana descubriera, no lo inadmisible de su ignorancia complaciente, sino que esta era tan soberana, respetable, digna y virtuosa como la inquietud de otros por el conocimiento y su creación; a fin de cuentas, en la sociedad del entretenimiento ciberglobal y modelizada del veintiuno, tampoco parece que vaya a ser  necesaria demasiada inteligencia.
   
Como decía, la renuncia a la inteligencia hace que haya poca memoria, que tan sólo el estímulo del simbolismo irrefutable o la adoración del ídolo totémico sean las razones compartidas como obediencia. De ese modo, continuó siendo otro siglo para el ser de la transcendentalidad espiritual, orgullo de casta  y  estirpe elegida que sigue afirmándose en la razón de lo absoluto, que tiene a lo absoluto como propio, que no pregunta ni indaga sino que afirma con tajante y contundente convencimiento, ciego a la dificultad del pensamiento y a la humildad del prudente, con la simpleza espontánea del embrutecido por los dogmas, las doctrinas o los ideales intertemporales de la superstición en sus querencias ancestralizadas, que le inculcaron la imperiosa necesidad salvífica; tradicionalismos que subsisten como exponentes de una parálisis nacida en los recodos de sus cronicones.

Salvar los valores de siempre del sospechoso empuje extranjero, imitar hasta el fin a los “Héroes de Baler” (voluntariosa gesta de la obsolescencia y del sacrificio inútil) ante unas culturas y vanguardias que cambian el modelo de lo que dejó de ser, para ser de otra forma. Esta  sagrada tierra de repatriados y de expatriados no lo necesitó, ni lo necesita.
Américo Castro en el libro “España en su historia” dice: “Estamos en un mundo (España) en el que la mejora de los valores, si esta acontece, es ocasionada por un advenimiento y no por un progreso, no por un devenir”; interesante matiz el advenir como vínculo inmortal con La Providencia.
Advenir resumido en frases como “…lo que sea, tendrá que ser”, máxima refranesca de un simbolismo simplón y sanchesco de gramática parda (disciplina muy de nuestras cátedras) que puede forjar hasta en detalles inesperados la  esencia congénita de un carácter nacional, me refiero a lo escueto y conciso de la verdad posesiva, que alberga el conocimiento de los pueblos poco dados a dejar perder en la reflexión la convicción ganada en sus relatos epopéyicos y legendarios en los que se amparan.
En cambio, prontos a recoger - para dejarse hacer - el mensaje de la arenga  de cualquier  político “acastrensado” o de cualquier “vuecencia” echada a politicar.
Quiero recordar en este punto – y recomendar su lectura - la novela de V. Blasco Ibáñez  “La Catedral”, en la que queda reflejada la soledad del castigo casi ostrático de un revolucionario ante los atavismos de una sociedad inerte, dormida y represora, y como su pensamiento crítico puede llegar a desperezarla convulsionándola hasta la radicalidad, haciéndole exclamar como a Ortega ¡“no es esto, no es esto”! (Cuando el esclavizado descubre su fuerza y la maldad de la injusticia sufrida, es difícil pedirle mesura).

El diecinueve, cobista y retrechero, felón y deseado, pícaro y tramposo, enjutamente restauracionista y siempre con un murmullo de rebeldía unas veces fusilada en las playas  malagueñas, otras dada a la horca en la plaza de la Cebada de Madrid o simplemente, ilustrado en la gravedad de los rostros de sus campesinos envejecidos prematuramente (“Cristo de la Sangre”, I. Zuloaga. Solemnidad ante un destino), sigue clavado  en el nombre de España.   
Para ir terminando con este sintomático parecer se me ocurre recordar los siguientes versos de Jaime Gil de Biedma.

Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno
sino un estado místico del hombre
la absolución final de nuestra historia?

De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza. 


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